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Entrevista a Fernando Spiner

El director de cine cuenta con una trayectoria jalonada por colaboraciones con grandes escritores y músicos de la talla de Luis Alberto Spinetta y Fito Páez.

En 1998, estrenó La sonámbula, recuerdos del futuro, una película que hizo junto a Ricardo Piglia y Fabián Bielinsky, merecedora de premios en Toronto, La Habana, San Sebastián, Toulouse y Nantes; para entonces ya había hecho para la televisión programas como Ciudad de pobres corazones y Poliladron. A partir de allí, Fernando Spiner desarrolló una obra cinematográfica sólida y destellante. Un creador lleno de anécdotas.

—Contanos sobre tu relación con Ricardo Piglia.

—Me lo presentó Lorenzo Quinteros, con quien yo había trabajado en Zona de riesgo, en 1993. Yo tenía un guion que estaba preparando para hacer mi primera película, La sonámbula, leí La ciudad ausente, y me pareció que ese era el tono que quería dar a la película. Entonces le propuse escribir juntos el guion. Él fue muy generoso; ya era un escritor consagrado y yo estaba tratando de hacer mi primera película. Nos hicimos amigos. Posteriormente a hacer Borges por Piglia en la Televisión Pública, los directivos en ese momento le preguntaron qué quería encarar como proyecto. Y él les dijo: “Lo que tenemos que hacer es Los siete locos y los lanzallamas, una ficción adaptada para la televisión, yo hago la adaptación de las obras y ustedes convóquenlo a Fernando Spiner para que dirija la serie”.

Fue una grata sorpresa para mí saber eso y una alegría volver a trabajar con Ricardo. En ese momento, yo la sumé a Ana Piterbarg, una directora con la que habíamos trabajado en un par de películas, porque justo yo estaba haciendo la dirección artística del Festival de Cine de Mar del Plata. Junto con Ana y los productores de la serie nos reunimos durante varios meses en el departamento de Ricardo a trabajar en la adaptación.

—¿Cómo fue la dinámica de trabajo en La sonámbula?

—Si bien había hecho muchas cosas previas, estaba haciendo mi primer largometraje. Entonces me adapté totalmente a la propuesta de Ricardo, a la dinámica que él propusiera. Fue un proceso largo, llevó un par de años, y hubo distintos momentos. En una primera etapa, yo le pasé unas páginas que había escrito, él trabajó en soledad sobre eso, y me hizo una propuesta. Yo leía lo que él me mandaba, nos encontrábamos, conversábamos, discutíamos, y quedábamos en nuevos encuentros. Después hubo una etapa en la cual él fue a Princeton, donde daba clases, entonces yo seguí trabajando por mi cuenta; ahí se sumó Fabián Bielinsky como colaborador para una última versión del guion.

—Compartinos algún recuerdo que tengas con Luis Alberto Spinetta...

—Con Luis Alberto Spinetta hice un cortometraje en Villa Gesell. Estábamos con él tomando unos mates, a la espera de que el director de fotografía y los técnicos terminaran de iluminar una locación, hablábamos de arte y de pronto me dijo: “Noso­tros somos frontones y la cultura es una pelota que pega en nosotros y sale con un efecto o con una curva producto de nuestro propio relieve. Esa es la obra que nosotros hacemos”.

—Fabián Bielinsky trabajó con vos un par de años antes de hacer Nueve reinas...

—Yo estudié cine en Roma, en el Centro Sperimentale de Cinematografia. En una oportunidad, cuando regresé a principios de 1986, conocí a un director de teatro, Javier Margulis, que me dijo: “Vos tenés que conocer a Fabián Bilensky”, y me pasó su número. Lo llamé desde el teléfono público de un bar y le dije que acababa de estar con una ­persona que me dijo que nos tenemos que conocer. Nos hicimos muy amigos. Había hecho un corto igual que yo, el mío se llamaba Testigos en cadena, que hablaba de la dictadura de un modo muy cortazariano; él había hecho un corto sobre un cuento de Borges que se llamaba

La espera. Fabián fue guionista de una serie que yo dirigí en 1996, antes de La sonámbula, que se llamó Bajamar.

—Ustedes armaron la escuela de cine de Eliseo Subiela...

—Fabián había sido asistente de Subiela. Cuando Eliseo crea su escuela de cine, lo llamó a Fabián para que fuera el director académico. Fabián, a su vez, me llamó para que diéramos clases juntos. Puedo asegurar que en esas clases aprendí tanto de cine como en mis tres años en el Centro Sperimentale de Roma. Fabián era un tipo que sabía mucho, muy riguroso, entendía muy bien el cine, sabía muy bien mirar y era un fanático del cine norteamericano. Y yo venía de Europa, fanático del cine europeo. Entonces ahí confluimos.

—¿Cómo se fue dando forma al proyecto televisivo de Los siete locos y los lanzallamas?

—Las circunstancias jugaron a favor y nos tocó en un momento de mucha madurez. La primera decisión que tomé fue una de las mejores: convocar a Ana Piterbarg, quien, además de haber hecho una película con Viggo Mortensen, con la cadena Fox, había trabajado mucho en televisión, dirigiendo algunos ciclos de Polka.

Una de las grandes consignas de Ricardo Piglia era respetar la obra original y mantenerla ambientada en la época en que transcurre. Entonces tomamos un camino interesante: hacer una investigación profunda en la búsqueda de material de los años 30 y combinarla con el vivo, pero declarando la operación. Los actores, con un vestuario de época y con ambientaciones simples, interactuaban con ese material de archivo.

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