Fiodor Dostoievski, una vida más fascinante que cualquier novela

Nació en Moscú el 11 de noviembre de 1828, en un hospital para pobres. Murió en el cuartucho de un barrio obrero, 59 años después. Escribió una de las obras literarias más portentosas de las que se tenga memoria.

Su padre era un médico militar que murió asesinado y, su madre, una mujer de clase baja. Cuenta su infancia en un libro Pobre gente, que le envía en manuscrito a Nekrasov, un poeta consagrado de entonces. No recibe respuesta. Está acostumbrado a los golpes de la indiferencia. Pero no es la indiferencia la que golpea su puerta unos meses después, es el propio Nekrasov, que lo abraza, emocionado, para felicitarlo por su “capolavoro”. El mayor crítico ruso, Bielinsky, dictamina que ese libro que acaba de ser publicado es la obra de un genio. Parece esperarlo la consagración literaria. Pero no, lo que lo espera era una condena a muerte. La que le dictan luego de acusarlo de conspirar contra el gobierno del zar. Se salvó milagrosamente del patíbulo. Ya estaba vestido con la túnica blanca de la muerte, en la plaza Semenovsk de San Petersburgo, cuando le llegó el indulto. De lo que no pudo salvarse fue del horror carcelario en Siberia. Seis años estuvo en ese infierno helado. La Biblia era la única lectura que le permitían. Cuando sale de prisión dice: “No puedo creer todo el tiempo que perdí. A partir de ahora cambiaré mi vida, naceré bajo una nueva forma. Volveré a nacer y mejoraré. Escribe El sepulcro de los vivos. Ya nadie lo dudaba: era uno de los más grandes escritores que había dado Rusia.

Pero la muerte tenía la costumbre de olfatearle las pisadas. Muere su madre, y, al poco tiempo, su hermana. Vive en la pobreza, los acreedores lo acosan, la literatura le da de vivir pero no le permite sobrevivir. Se escapa de Rusia. Viajará desde entonces de país en país: Alemania, Francia, Italia. Trashumante de la miseria, sin casa, sin amigos, sin dinero. Y hostigado por una nueva enemiga: la epilepsia, cuyos prolegómenos describió minuciosamente en una de sus obras El idiota, en la que su protagonista, el príncipe Mishkin, padece esa enfermedad: “En su estado epiléptico había un grado, en que casi a punto de darle el ataque (si esto le sucedía estando despierta) de pronto, entre la tristeza, la bruma espiritual y la opresión, había momentos en que su cerebro parecía inflamarse y todas sus energías vitales se tensaban de una vez en un extraordinario impulso. La sensación de la vida, de la conciencia de sí mismo se decuplicaban en esos instantes, que no duraban más que un relámpago. La mente y el corazón se veían iluminados con una desusada luz; todas sus emociones, todas sus dudas, todas sus inquietudes parecían pacificarse de pronto, resolviéndose en una suprema serenidad, plena de jubilosa, clara y armónica esperanza. Pero esos momentos, esos resplandores no eran más que el anuncio del definitivo segundo (nunca era más que un segundo), en que empezaba el ataque propiamente dicho. Ese segundo era, cierto, insoportable”.

Se hace habitué de las casas de empeño, pierde en las ruletas lo poco que junta, se degrada ofreciéndose a escribir lo que sea en los periódicos que le mezquinan el pago, desciende vertiginosamente por todos los círculos del horror humano. Y mientras, aterido de intemperie, solo de la más dolorosa de las soledades, abandonado por todos menos por su genio, escribe: Crimen y Castigo, Los endemoniados, El jugador.

Durante su estadía en Alemania, mientras jugaba como un poseso con dinero prestado, varios pagarés que había firmado fueron protestados. La prisión por insolvente parecía inevitable. Los usureros lo acechaban. Un editor -llamado Stellevosky- que le propuso hacerse cargo de su deuda a cambio del derecho de publicar todas las obras anteriores y la obligación de entregarle una nueva novela antes del 1° de noviembre de 1866. Si no cumplía en término, el editor tendría el derecho de publicar gratuitamente toda obra que el escritor concluyera dentro de los siguientes nueve años. Dostoievski se enteró luego que aquellos pagarés habían sido adquiridos por Stellevosky, para hacerlos protestar mediante un testaferro.

Se podrá no estar de acuerdo con lo que dijo Albert Camus: “El verdadero profeta del siglo XIX no fue Karl Marx, sino Dostoievski”, pero lo que está fuera de duda, es que su obra es una de las más profundas indagaciones del ser humano. Esa búsqueda en lo insondable es lo que hizo decir a Nietzche: “Es el único escritor del que he aprendido algo de psicología”. Un encarnizado buscador de belleza. Dijo Dostoievski alguna vez: “El hombre puede vivir sin ciencia, puede vivir sin pan, pero sin belleza no podría seguir viviendo, porque no habría nada más que hacer en el mundo. Todo el secreto está aquí, toda la historia está aquí”. Creía, con inocencia atroz e invencible sabiduría que: “La belleza salvará al mundo”.

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