cultura

Gabriel García Márquez y la Navidad

El escritor colombiano detestaba los festejos navideños, y lo dejó bien claro en un genial texto propio de un aguafiestas.

En 1980, Gabriel García Márquez hizo público su rechazo a las fiestas navideñas, lo que en su pluma fue un grito de que nadie se acuerda de Dios en Navidad: “Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien por en­cima de nuestros recursos que uno se pregunta si a alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una caballeriza de miseria”.

Pensaba el Premio Nobel colombiano que la gente celebra algo en lo que no cree, que hay muchos que se desviven en los preparativos de una fiesta que en el fondo abominan, y no se atreven a decirlo por un prejuicio que ya no es religioso, sino social.

También resaltó un malentendido: los regalos navideños no fueron traídos por el niño Dios, sino por los Reyes Magos. Se explotó ese equívoco con fines comerciales, y se impuso la costumbre de hacer regalos en ambas fechas: “Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa Claus de los gringos que nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve”.

Ese usurpador con nariz de cervecero es San Nicolás, y no tiene nada que ver con la Navidad. Así lo cuenta García Márquez: “Según la leyenda nórdica, San Nicolás revivió a varios escolares que un oso había descuartizado en la nieve, y por eso lo proclamaron como patrón de los niños. Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre, y no el 25. La leyenda pasó a Estados Unidos, y estos nos la mandaron a América Latina, con toda una cultura de contrabando: la nieve artificial, las candilejas de colores, el pavo relleno, y estos quince días de consumismo frenético al que muy pocos nos atrevemos a escapar”.

Toda la estética navideña le provocaba rechazo: las tarjetas postales, las ristras de foquitos de colores, las campanitas de vidrio, las coronas de muérdago colgadas en el umbral, los villancicos “y tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena haber inventa­do la electricidad”. Todo lo cual configura, a su criterio, algo así como la fiesta más espantosa del año: “Una noche infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o persiguiendo a la esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala. Mentira: no es una noche de paz y de amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere”.

Es cierto que no nos debiera gustar la alegría por decreto, el cariño por lástima, el regalar para que nos regalen. Pero es inevitable que, si­quiera una vez al año, nos demos la posibilidad de juntarnos con quienes queremos por esto tan extraño, misterioso y adictivo de estar vivos.

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