Cultura
Horacio Ferrer, el poeta que hizo rodar la luna por Callao
Su primera letra la escribió para Aníbal Troilo, pero fue junto con Ástor Piazzolla que compuso las canciones que lo pondrían en un sitial de privilegio en la historia de nuestra música popular.
Horacio Ferrer nació en Montevideo el 2 de junio de 1933. Su padre era profesor de Historia, su madre (argentina), bisnieta de Juan Manuel de Rosas. De niño le atraía la guitarra, tocar rudimentariamente las pocas notas que había aprendido, e improvisar versos.
A la consabida pregunta “¿Qué serás de grande?”, Horacio respondía: “Poeta”. Su padre se tomó en serio la respuesta del niño y le regaló dos tomos de gramática: “Me hizo el gran favor de mi vida. Buena cosa hubiera sido un poeta que no supiera los fundamentos de su profesión. Mi padre quería que esperaran de mí lo mejor, por eso me dijo que estudiara y me preparara para ser un buen poeta”.
En sus letras solía inventar palabras: “bandoneonía”, “misticordia”, “tristería”, “verdolagáticos cromos”, “oculto clavecín transmilonguero” y “tangamente”, entre otras, mostrando una osadía lingüística infrecuente en el tango. Decía que no son para leer, sino para oír, como la música: “Es música que habla”. Escribió sus primeras letras a comienzos de los 50. “Del fondo de las cosas y envuelta en una estola de frío”, así vio venir a La última grela, su primera letra, que escribió por encargo de Aníbal Troilo.
En 1967, Ástor Piazzolla leyó esa biblia canyengue para noctámbulos que es Romancero Canyengue, y le dijo a Horacio Ferrer, su autor: “Quiero que trabajes conmigo porque mi música es igual a tus versos”. Así compusieron juntos Balada para un loco; Chiquilín de Bachín; Balada para mi muerte; La bicicleta blanca y Milonga del trovador, entre muchas otras. Trabajaban muy aceitadamente, sólo revisaban acentos, divisiones y que el color de las palabras coincidiera con el color de la armonía.
Cuando terminaban, para celebrar, danzaban alrededor del piano.
Juntos estrenaron en 1968, la operita María de Buenos Aires, compuesta para Egle Martin –uno de los grandes amores de Piazzolla-, y que terminaría estrenando Amelita Baltar. Fue una obra que inauguró el género opera-tango. Ferrer aparecía en ella recitando, en el papel de El Duende. Fue presentada en 75 ciudades de 25 países.
Cuenta la leyenda que fue después de ver la película francesa Rey por conveniencia que a Ferrer se le ocurrió el verso: “Ya sé que estoy piantao...”. La Balada para un loco se presentó en el Primer Festival Iberoamericano de la Danza y la Canción, en octubre de 1969, en el Luna Park. El jurado, integrado por Vinicius de Moraes y Chabuca Granda, la declaró finalista en el rubro tango. Fue una decisión que levantó polvareda entre los tradicionalistas; a tal punto, que se decidió desatender el fallo, premiar otra canción y desplazar a la obra de Piazzolla y Ferrer al segundo lugar.
En Chiquilín de Bachín se cuenta la historia de Pablo Alberto González, una de esas criaturas que habitaban en el desamparo de la noche. Tenía 11 años. Vendía flores en la calle y en un famoso bodegón de la calle Sarmiento, casi esquina Montevideo. A nadie le intereso nunca saber qué fue de su vida; pero todos se conmovieron –y se siguen conmoviendo- con su historia, escrita por Horacio Ferrer.
Una de sus últimas creaciones fue un tango para Woody Allen, en el que imagina caminando por las calles de Buenos Aires a ese “ruso piola y atorrante de Manhattan”, con cara de gilastro, y corazón en llamas.