cultura

Javier Portales, un hombre que nos ayudó a reír

Interpretó a clásicos del teatro universal, pero su popularidad la adquirió trabajando a la par de Alberto Olmedo y Jorge Porcel.

Tuvo una formación teatral seria que incluyó la lectura de textos de Grotowski y Stanislavsky, temporadas en el Teatro San Martín —con piezas como Divinas Palabras o Adriano VII—; pero entró en el corazón del público de una manera atorranta, haciendo esos papeles de picaresco que desplegó a lo largo de casi cien películas y programas televisivos de alto raiting.

Había nacido con el nombre de Miguel Angel Alvarez, en la provincia de Córdoba —cerca de Río Tercero—, el 21 de abril de 1937. Su padre, peluquero, murió cuando él tenía 9 años. Su madre decidió probar suerte en Rosario y allí Javier fue pupilo en un colegio de curas. Leyó todo lo que tenía a su alcance. Una vez lo hicieron subir a un escenario para representar una obra para el aniversario del colegio. Y ya nunca más se quiso bajar. Tenía buena voz, por eso fue contratado como locutor en Radio Cerealera, pero soñaba con trabajar en televisión, por eso, a los 17 años se mudó a Buenos Aires. Su debut televisivo fue con Quinto año nacional, de Abel Santa Cruz, teniendo como compañeros de elenco a Julio De Grazia y Santiago Gómez Cou, entre otros. Pero la notoriedad le llegaría en 1964, cuando compartió una mesa de bar en televisión con Minguito, Fidel Pintos, Jorge Porcel y Adolfo Garcia Grau.

Cerca del final, a los 65 años, sin arrepentirse de nada de lo hecho, confiesaba tener una gran nostalgia: no haber hecho La muerte de un viajante, de Arthur Miller. Hubo un momento de su vida en que decidió cambiar el prestigio que dan las buenas críticas teatrales por la celebridad adictiva de la televisión. Nunca estuvo en la centralidad, siempre fue coprotagonista, con eso le alcanzaba para sus apetencias actorales y le bastó para calar hondo en el conocimiento del público. Hizo personajes que gozaron del favor multitudinario de las audiencias televisivas. En Operación Ja Ja dio carnadura al guapo Portones quien se batía a duelo a facón con el guapo Piolín

—interpretado por Alberto Olmedo— por el amor de la China. Quizá el pico de su fama llegó con Alvarez, el permanente interlocutor de Borges —otra vez, Alberto Olmedo—, dos “actores serios” a la espera de que los convocaran a un casting salvador; personajes que entablaban conversaciones como esta:

—ÁLVAREZ (Javier Portales): Qué cosa terrible lo suyo, Borges. Me preocupa, porque usted está en la pavada, en la bebida, en la cosa disipada...

—BORGES (Alberto Olmedo): Perdón, usted quiere que se cierre una industria tan importante como la vitinícola..., digo vitivinícola. ¿Quiere que cerremos todo Mendoza? ¿Qué se venga abajo todo San Juan?

—ÁLVAREZ: Y Salta tampoco...

—BORGES: Salta, de los torrontés... ¿Usted no quiere con los peces tomarse un blanco...? ¿Usted sabe los miles de trabajadores que insume el pequeño gusto que nos damos en tomar unas copitas en las comidas...?

—ÁLVAREZ: Bueno, pero no se puede vivir bebiendo...

—BORGES: Una copa en las comidas cualquier persona...

—ÁLVAREZ: Hay otras cosas importantes en la vida...

—BORGES: Sí, el sacacorchos...

Era un especialista en dejar la pelota picando para que el actor principal la estrellara contra la red. Una humildad que le dio grandeza. Cuando Olmedo murió en 1988, Portales se convirtió en un sobreviviente. Se habían conocido en el bar Los 36 Billares y habían trabajado juntos durante más de 30 años. Cuando se quedó sin cómplice, su camino se volvió confuso y solitario. En Son de diez hizo de abuelo atípico que afirmaba haberse “jubilado de trabajar pero no de vivir” e hizo de hermano serio del descarriado Guillermo Francella en las tres temporadas de Un hermano es un hermano.

Este cordobés, que parecía un porteño típico, estaba convencido de que hacer reír es mucho más difícil que hacer llorar, y terminó aceptando con resignación que “el humor en nuestro medio se sigue viendo como algo menor”. Era consciente de que sus papeles televisivos no eran suficientes para colmar sus aspiraciones de actor, por eso siempre procuró volver al teatro, incluso, cuando ya estaba en silla de ruedas y dirigió Jettatore, el clásico de Gregorio de Laferrère. Decía: “Lo que más me costó en la vida fue demostrarle al público que soy buen actor. No me quejo de mi trayectoria. Nunca me sentí un number one”. Sin embargo, lo fue.

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