Cultura

Javier Villafañe, un trotamundos que siempre regresó a La Plata

El poeta, que eligió el oficio trashumante de los títeres, viajó por numerosos lugares llevando sus obras, pero siempre volvió a nuestra ciudad, en donde vivió y tuvo algunos de sus mejores amigos.

Todo empezó un día de otoño. Javier Villafañe estaba jun­to a su amigo Juan Pedro Ramos, en el balcón de un departamento de la calle Azcuénaga, cuando vieron pasar un carro con dos hombres.

Uno llevaba las riendas, el otro iba recostado sobre una parva de heno, fumaba y mordía un pastito largo y amarillo. “Los dos nos hicimos la misma pregunta: ¿ese hombre tiene conciencia de lo que es la felicidad?”. Al poco tiempo, ya estaban los dos amigos en su propia carreta, “La Andariega”, sin otro plan que ser llevados allí donde el caballo quisiera, armados de poesía hasta los dientes y con la fuerte voluntad de hacer títeres por todos los caminos de la Patria.

La primera función fue en un terreno baldío en el barrio de Belgrano, en 1935. El escenario se montaba en la parte trasera de la carreta. Unas lonas de colores, un telón rojo y una veleta de lata, el gallo Pinto.

En La Plata vivió en los años 60, en los altos de una casa de calle 12 y 55. Abajo atendía su consultorio médico quien sería su gran amigo en esta ciudad, Roberto Marelli, en cuya casa viviría un tiempo y lo haría hincha del club Estudiantes. Pero su ligazón con La Plata es muy anterior.

Siendo Alfredo Palacios rector de la Universidad de La Plata, le reprochó a un político conservador comportarse como un títere por su docilidad ante los poderosos; Javier Villafañe, entonces, le escribió una carta diciéndole que se había equivocado terriblemente, porque no se podía utilizar la palabra títere como una expresión peyorativa, denigrante, sino que significaba dignidad, y que compararlo con un hombre iba en beneficio de ese hombre”. Así comenzó una buena relación que fructificó en la publicación, por parte de la Universidad de La Plata, del libro de poemas El gallo Pinto, ilustrado enteramente por niños.

Javier Villafañe solía ir a escuelas, armar en el patio el escenario y hacer sus funciones. Después leía un cuento, una leyenda o un poema. Los niños pasaban a sus aulas y allí dibujaban y pintaban lo que acababan de oír de labios del titiritero. Muchos de esos dibujos ilustraron sus libros. En el prólogo de la publicación de la UNLP cuenta Villafañe: “He observado, dolorosamente, que en los lugares cuya población infantil está deficientemente alimentada los dibujos mantienen un nivel de calidad inferior al de las regiones donde no se da este desdichado factor. Es decir, un problema estrictamente social condiciona –no podía ser de otra manera– el aspecto concreto y determinado que contemplo. Como es lógico, el niño no puede soñar, cantar, reír ni advertir la poesía de las cosas cuando tiene necesidades imperiosas insatisfechas, cuando estas mismas necesidades son la constante preocupación de sus mayores y solo oye hablar de ellas en su contorno”. De allí que a la pregunta que tantas veces se le hiciera, ¿cuál era la región del país donde los niños dibujaban mejor?, inevitablemente contestara: “El niño dibuja mejor allí donde mejor come”.

Nuestra ciudad está muy presente en sus libros. En 1965 escribió aquí El caballo celoso. Es la historia de un caballo de color ceniciento, cola larga, media luna en la frente, ojos claros y húmedos, que no conocía riendas ni látigo, vivía en el campo y una ma­ñana despertó dispuesto a conocer la ciudad. Entonces entró en La Plata: “Vio ómnibus, bicicletas, automóviles, gente caminando, perros. Llegó a una plaza. Vio la Catedral y frente a la Catedral la Municipalidad con la torre y el reloj”.

En el cuento El gato que quiso comerse la luna relata la historia de un gato que vivía encerrado en un departamento de una viuda y que una noche, viendo por la ventana a la luna, la confunde con un enorme queso y la persigue corriendo por las azoteas, “tirando manotones al aire en una manzana de tres cuadras que está casi en el centro de la ciudad de La Plata, en las calles 12, 55 y diagonal 73. En una esquina hay una farmacia, en otra esquina, una rotisería, y en la otra esquina, un restaurante: La Flor del Pago”. El gato corre detrás del queso que rueda por el cielo: “Miau, miau, miau –decía el gato, corriendo por la calle 54–. Y corriendo llegó al barrio de Los Hornos. Iba por la calle 66 y, al llegar a la calle 147, dobló hacia la derecha. Era medianoche. Había muchos bichitos de luz. Cantaban los sapos y los grillos”.

Ese último barrio también es el escenario del poema narrativo Donde un ciclista es atropellado por un camión y sube al cielo en bicicleta, cuya historia se desarrolla en la es­quina de 137 y 66.

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