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Jorge Luis Borges y su más temida pesadilla

En 1955 el escritor quedó ciego. Ese mismo año fue nombrado director de la Biblioteca Nacional. Dicho en sus palabras, tuvo al mismo tiempo “los libros y la noche”.

Caminaba de memoria, con paso inseguro pero sin ayuda, los pasillos que lo llevaban diariamente a su despacho de director de la Biblioteca Nacional. En ese entonces no pensaba en la muerte –“¿Por qué voy a morirme si nunca lo he hecho antes?”–, era incapaz de cometer un acto tan ajeno a sus hábitos. Pero ya sabía que en el momento mismo de la muerte está la posibilidad de una revelación. Más que el fin de su vida, una paradoja rondaba por aquellos días su ánimo: haber sido designado en la biblioteca mayor de la Argentina y, al mismo tiempo, haberse quedado definitivamente ciego. Estar rodeado de una infinidad de libros que jamás podría leer. Una pesadilla a la que estaba condenado de por vida.

Terminó aceptando la ceguera como quien acepta sus límites. Quería que lo ilimitado estuviera en su literatura. Leerlo provoca la falsa impresión de que escribir es muy fácil. Él lo dijo: “Cualquier libro que nos dé una sensación de esfuerzo nos descorazona. Creo que ese es el defecto de la obra de Lugones. Se siente siempre el esfuerzo cuando se la lee. Y esfuerzo se parece a fatiga, y todo eso desalienta al lector. Creo que cuando algo sale bien, parece inevitable”.

Uno de sus temas favoritos fue el coraje, quizás porque muchos de sus mayores fueron soldados. Borges daba una explicación psicológica: “El saber que no soy una persona valiente me ha llevado a admirar el coraje. Y además creo que el coraje es una virtud cardinal. Hasta lo dije de una manera popular en una de las milongas que escribí: Entre las cosas hay una / de la que no se arrepiente / nadie en la tierra. Esa cosa / es haber sido valiente”.

Para él escribir un cuento era un modo de soñar. Le gustaba tomar épocas o lugares lejanos como escenario de sus narraciones, para tener mayor libertad para elaborar sus ficciones, para soñarlas: “Hace poco vino a verme un muchacho que quería escribir una novela sobre el café que está enfrente de la iglesia del Socorro. Él lo frecuentaba y quería escribir una novela sobre la gente que va al café. Le dije que lo hiciera, pero que no dijera que era ese café, que no diera su nombre ni su ubicación precisa. Si no, inmediatamente no iba a faltar quien le dijera: En ese café no se habla de ese modo y le señalara toda clase de imprecisiones y errores”. Para él no había nada más irritante que la exigencia de “realismo”, es decir, la obligación de ser históricamente preciso.

En uno de sus cuentos, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, desarrolló la idea de que el mundo, la historia, pueden ser modificados por un libro: “Cosa que ya ha ocurrido en la realidad. Porque supongo que si no existiera la Biblia, si no existieran los Diálogos platónicos, nuestro mundo sería bastante distinto, inconcebiblemente distinto, ¿no?”. Le fascinaban los destinos que parecen paralelos, pero que se cruzan en una encrucijada. En La historia del guerrero y la cautiva hay en realidad dos historias, la del “bárbaro” que se pasa al bando de los “civilizados” y, a la inversa, la de la muchacha inglesa que reniega de su cultura y se va a vivir con los indios.

A Adolfo Bioy Casares lo conoció en los años 30, en casa de Victoria Ocampo, en San Isidro: “Él me llevó en su coche hasta Las Heras y Pueyrredón, donde yo vivía. Y nuestra primera conversación fue sobre un libro de Vicente Rossi, Cosas de negros, un libro acerca de los orígenes del tango y de la milonga. Poco después salimos a comer juntos y nos hicimos muy amigos”. Juntos dirigieron por muchos años la colección El Séptimo Círculo, dedicada al género policial, y crearon con el seudónimo de Bustos Domecq a don Isidro Parodi, un personaje que resuelve enigmas policiales desde una celda: “Me atrajo el hecho de que la literatura policial tiene algo de literatura y mucho de juego, de juego intelectual, desde luego. Usted me puede decir que todo es un juego, que un soneto es un juego, etcétera. Pero menos que la novela policial, porque esta exige ese orden. Si uno leyera una novela policial sin explicación, se sentiría defraudado hasta la indignación”.

Los días desiertos

Antes de ser asaltado por la ceguera, Borges había ejercido el oficio de crítico cinematográfico, era un gran admirador de Josef von Sternberg: “Yo creo que es el director más grande que ha habido. Recuerdo (son inolvidables) La ley del hampa, La batida, A cartas vistas, Los muelles de Nueva York. Eran filmes espléndidos. Diría que es una lástima que se llegara al cine hablado. Ahí empieza, en cierto modo, la decadencia del cine”.

Con la ceguera se hizo realidad la peor de sus pesadillas, alejarse para siempre de dos de sus mayores pasiones: leer y ver cine. Esa irrealidad en la que se desarrollaron tantas de sus historias es la que envolvió sus últimos 30 años de vida en la que solo le quedó “la fiel memoria y los desiertos días”.

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