cultura
La Emperatriz que gobernó un país al que odiaba
María Luisa de Austria odiaba Francia porque en ese país habían guillotinado a su tía, María Antonieta. No obstante, se casó con Napoleón Bonaparte.
Hija de Francisco I, emperador de Austria, y sobrina nieta de María Antonieta, María Luisa de Habsburgo-Lorena nació el 12 de diciembre de 1791 en Viena. Criada por sus diversas institutrices, tuvo una educación burguesa pero feliz a pesar de las dificultades que le impuso el exilio de su familia en 1805. Esta experiencia se convirtió en una clara aversión a Francia y un desprecio por el conocido como el “ogro corso”. Más tarde admitió ante Ménéval que creció “si no odiándolo, al menos en un ambiente poco favorable para el hombre que en numerosas ocasiones había llevado a la Casa de Habsburgo al borde de la destrucción y que había obligado a su familia a huir de la capital y a vagar de ciudad en ciudad en confusión y consternación”.
Cuando Napoleón repudió a Josefina de Beahaurnais –por no poder darle un hijo que heredara el trono- y pretendió contraer nuevo matrimonio enlazándose a una dinastía antigua, vaciló entre una princesa sajona, Ana de Rusia y María Luisa. Finalmente, se decidió por la segunda, ya que pertenecía a la casa real más antigua de Europa. La idea de que ella pudiera ser la próxima emperatriz de los franceses le resultaba aborrecible y escribió: «Napoleón tiene demasiado miedo de que le rechacen y está demasiado decidido a hacernos más daño como para hacer semejante exigencia, y su padre es demasiado bueno para insistir en algo de tanta importancia».
Mientras el zar multiplicaba sus respuestas dilatorias, la corte de Viena había dado a entender que su respuesta sería favorable. El casamiento civil tuvo lugar en Saint Cloud y las ceremonias fueron “frías como un entierro”. María nunca llegó a ser popular, pero nadie podía obviar su mirada llena de ensueños y horizontes interiores. El emperador así lo demostraba: “Era la virtud misma, mi única falta en esta alianza fue haber aportado un corazón demasiado burgués”.
Tras casarse con Napoleón I, María Luisa se convirtió en emperatriz, cargo que ocupó durante cuatro años. Napoleón no tuvo que esperar mucho para tener un heredero: el 20 de marzo de 1811, tras un parto largo y difícil, María Luisa dio a luz a un hijo, que recibió el título de Rey de Roma . Apodado «el aguilucho», fue conferido a Madame de Montesquiou, que se convertiría en su institutriz. La vida de María Luisa se regía por la ceremonia y la etiqueta. En todos los palacios imperiales, las habitaciones de Josefina estaban acondicionadas para ella y un estricto protocolo encerraba a la joven en una jaula de oro. Cumplía su función de representante con diligencia y se comportaba con dignidad.
En 1813, tras el desastre ruso y cuando Napoleón se disponía a emprender su campaña en Alemania, María Luisa se quedó en Francia como regente, aunque con un poder político limitado. Aunque el emperador francés regresó cuando la capital se vio amenazada, se marchó de nuevo el 25 de enero de 1814 y nunca volvió a ver a su mujer ni a su hijo. La derrota de Francia en Waterloo finalmente convenció a la joven austriaca de que su destino estaba lejos de Francia.
El Acta Final del Congreso de Viena (9 de junio de 1815) (4) la convirtió en duquesa de Parma, que gobernó benévolamente en compañía del conde de Neipperg. Su hijo, que ahora ostentaba el título de duque de Reichstadt, permaneció en Viena, donde murió de tuberculosis en 1832. María Luisa, a la edad de veinticinco años, hizo su entrada en Parma el 9 de abril de 1816. Siguió siendo popular entre sus súbditos, mientras que los asuntos exteriores y militares quedaron en manos muy capaces de Neipperg. Se casó con Neipperg en 1821, antes de que este falleciera en 1829. No dispuesta a soportar la perspectiva de la soledad, se casó con el conde de Bombelles el 17 de febrero de 1834. María Luisa murió el 17 de diciembre de 1847 y está enterrada en Viena, en el Kapuzinergruft, junto con otros miembros de la familia Habsburgo.