CULTURA

La pasión más tormentosa de Hollywood

Laurence Olivier y Vivien Leigh vivieron una turbulenta pasión. Aun muchos años después, cuando cada uno se había vuelto a casar, ella seguía considerándolo su marido.

En sus memorias, Laurence Olivier relata cómo a veces, en medio de la noche, sonaba el teléfono de su casa en Londres, la casa en la que vivía con su tercera esposa, Joan Plowright. Olivier salía de la cama, se enfundaba en su robe de chambre y bajaba sigilosamente al primer piso a atender la llamada para no despertar a su mujer. Sabía que era Vivien, que lo telefoneaba desde los Estados Unidos sin tener en cuenta la hora para preguntarle, por ejemplo, si el color lavanda le parecía más adecuado para el papel pintado de la nueva habitación de invitados, como si él aún fuera su marido.

Se casaron el 31 de agosto de 1940, con Katharine Hepburn como madrina. Tanto Vivien Leigh como Laurence Olivier eran jóvenes y llenos de talento. Él era reconocido mundialmente como el mejor actor capaz de encarnar los personajes de Shakespeare; ella, quien ya se había lucido junto a Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo, había llegado a la consagración con su papel de ­Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó, papel que le permitiría alzarse con el Óscar en 1940. Parecían tenerlo todo. Y, en verdad, no les faltó nada, ni siquiera la tragedia.

Laurence Olivier descubrió a Vivien Leigh cuando en 1935 la vio interpretando a una prostituta en la obra La máscara de la virtud. En sus memorias, el actor confesó el efecto que le produjo: “Tiene un atractivo de una naturaleza más perturbadora que yo haya visto nunca”. En reciprocidad, ella fue a verlo a él representar Romeo y Julieta, en la que él encarnaba a un Romeo enérgico y pletórico de sensualidad. Después de la función, ella se acercó a saludarlo al camarín, y a manera de despedida le dio un beso en el hombro desnudo. “Quedé borracho de deseo”, dijo él después de aquel encuentro. Por entonces, ambos estaban casados. Pronto se harían amantes. Cinco años después decidieron casarse.

El matrimonio de Laurence Olivier y Vivien Leigh duró dos décadas. Fue abrasador y caótico, con deseos arrasadores y celos huracanados. Y locura. Ella padecía un trastorno bipolar que hizo caminar a la pareja por un abismo. Vivian –que había cambiado su nombre por Vivien– era hija única de un matrimonio que había hecho fortunas en la India cuando era un país colonizado por Inglaterra. Se mudó a Londres para adquirir una educación refinada que, según sus padres, en Calcuta no podía obtener. En Inglaterra descubrió su vocación teatral, y estudió en la Real Academia de Arte Dramático. Dice uno de sus biógrafos: “Ella pronto se dio cuenta de que lo suyo no eran la familia y el hogar, dejó a su hija y a su primer marido por su carrera”. Para ella, ese primer matrimonio fue “simplemente otro rol en una obra interminable”, y la maternidad, “una interpretación repetida sin el beneficio de un buen libreto”. Cuando Vivien conoció a Laurence Olivier, no tuvo dudas: se trataba del amor de su vida.

La pareja vivía en Hollywood, se ocultaba para evitar el asedio periodístico y a los fabricantes seriales de chismes. Ella era una mujer frágil y muy querida por sus compañeros. “La única persona del mundo que era encantadora hasta cuando vomitaba”, dijo alguna vez el director y productor Alexander Korda. Pero en la intimidad solían arreciar los arranques de ira y los ataques de nervios. Cuando Laurence la acompañó para que recibiera tratamiento profesional, el diagnóstico fue depresión maníaca. La relación dio un vuelco, como si el veredicto médico hubiera previsto todo lo que sobrevendría.

Muchos años después de divorciados, generalmente a la madrugada, sonaba el teléfono en la casa de Olivier. Él atendía pacientemente, sabiendo que se trataba de ella, como si estuvieran juntos aún y él solo hubiera salido de viaje en una de sus giras de la compañía o a un rodaje en Europa. ­Olivier, en pijama, tomaba asiento en los últimos peldaños de la escalera y hablaba con ella durante horas, interpretando su rol. Opinaba sobre el papel pintado del cuarto, le hablaba con todo lujo de detalles de una versión imaginaria de El rey Lear que estaba representando en Roma, le decía al despedirse a qué hora iba a llegar su vuelo y que por supuesto que sí, que claro que seguía amándola como al principio.

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