La salteña que quedó para siempre en una zamba

Eulogia Tapia, protagonista de una inolvidable canción, se volvió una leyenda en vida. Hasta Roberto Fontanarrosa la homenajeó poniéndole su nombre a la mujer de Inodoro Pereyra.

La pomeña es una historia que se escribe en su sangre desde el día que entró en el almacén La Flor del Pago. El escenario fue La Poma, una localidad salteña a 3.000 metros sobre el nivel del mar. Fue a mediados de la década de 1960 cuando el poeta Manuel José Castilla, de visita en la zona en tiempos de Carnaval, empezando a caer la tarde compartía unos vinos con su inseparable amigo, el músico y compositor Gustavo “Cuchi” Leguizamón. Vieron ingresar al boliche a una muchacha joven, pastora de cabras, encorsetada dentro de una faja que parecía hecha de hormigón, con la cara enharinada y una caja entre las manos. Su nombre era Eulogia Tapia.

El contrapunto es una especie de payada, un diálogo musical –y duelo de inspiración– que finaliza cuando a uno de los participantes se le agota la creatividad. Pero, sobre todo, es una de las costumbres típicas del Norte argentino. Eulogia Tapia era una joven coplera que, por entonces, tenía 18 años, y había decidido vencer su timidez enfrentándose en un contrapunto con el maestro Castilla, hasta que este, ya exhausta su imaginación, no tuvo más que decir. La ganadora no se quedó a recibir la cosecha de comentarios sorprendidos que suscitó. Se despidió calladamente y se fue montada sobre un caballo blanco para regresar a su casa. Desde ese momento, Castilla quedó embelesado y quiso conocer mejor a su adversaria.

Al día siguiente, el poeta trepó a un tractor que pertenecía al municipio y se trasladó junto a su compadre musical hasta el ranchito de adobe de los Tapia. Repitieron allí el contrapunto, en presencia de la mirada adusta del padre de ella, don Joaquín Tapia, y nuevamente la adolescente, con una magnitud tan poderosa como irreversible, derrotó a quien ya era considerado un maestro de la poesía.

Así fue como, en abril de 1969, nació La pomeña, la emblemática zamba que en su primer verso presenta a “Eulogia Tapia en La Poma” y que habla de la frescura arrebatadora e inolvidable de los carnavales de los que ella es emblema. La canción fue grabada por infinidad de artistas: Mercedes Sosa, el Dúo Salteño, Pedro Aznar, Pedro Guerra, entre tantísimos otros. Todos ellos profundamente cautivados por la letra de Castilla, la melodía de Leguizamón y, sobre todo, la historia de esa humilde pastora que muchos creyeron fantasía.

Muchos años después, Eulogia dio su versión de los hechos: “Yo he bajado de mi casa al pueblo para cantar. Ahí armaban carpas durante Carnaval y se juntaban todos. Yo llegué con mi caballo blanco, como dice la canción. El Cuchi y Castilla estaban también ahí cantando con sus guitarras. Éramos muchos hasta que empezaron los contrapuntos. La gente se fue yendo y yo me quedé sola con ellos dos en un duelo, hasta que les gané con una última copla que decía: Esta noche va a llover / agua que manda la luna / mañana han de amanecer / como pato en la laguna”.

Además, la mujer reveló que, una vez que venció al maestro, este le preguntó qué quería por haber ganado, y ella solo exigió una cosa: que le hicieran una canción. Aquel día nació la leyenda. “Su hija es excelente cantora, le haremos una zambita”, le aseguraron Castilla y su socio al padre de la joven. Eulogia detalló sobre el día después: “Yo estaba con mi padre sembrando, entre la alfalfa, como dice el tema. También estaba el sauce, que está como llorando. Todo eso contemplaron ellos. Y cuando hablan de por qué te roban Eulogia, carnavaleando, era porque me habían robado una chiva. La canción recién la escuché como un año después en la radio. No me lo he creído al principio que hablaba de mí. Después me llenó de emoción”.

Eulogia Tapia se casó y tuvo dos hijos. Siguió viviendo con su esposo en la zona, algo alejada del pueblo, en una casa de adobe amplia y alquilada, y continuó trabajando en el campo, ordeñando, pastoreando el rebaño, sacando agua de la acequia y disfrutando de sus nietos. “Cuando yo me muera, sé que la zamba va a quedar”, afirmaba con la lucidez del que contempla una verdad que se vuelve cada vez más profética.

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