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La santa que movía los hilos de un trono

María Ágreda fue una abadesa y escritora española con fuerte influencia en la corona, teniendo una inusitada participación en los asuntos públicos.

Su verdadero nombre era María Coronel y Arana, pero cambió su apellido paterno por el del pueblo en que había nacido: Ágreda, en la provincia de Soria, España. De niña sintió la llamada religiosa e hizo el voto de castidad a los siete años y, en plena juventud, ingresó a la orden franciscana. A partir de esos años, su fama provino de la correspondencia que sostuvo con el desconcertante rey Felipe IV, quien la consultaba, cada vez con mayor asiduidad, en sus tareas de gobierno, además de visitarla en varias ocasiones en su convento.

En sus cartas al monarca, cuyo reinado (lleno de intrigas y hechos incongruentes) señaló el claro resquebrajamiento interior de la realeza española, María Ágreda hizo gala de ideas y consejos en todos los planos del gobierno, con un elevado concepto espiritual y procurando inculcar cierta forma de ascetismo en los gobernantes. Tuvo el coraje de enfrentarse al preferido del rey, el conde duque de Olivares, acusándolo de la separación de Portugal y de los agudos conflictos internos.

En la correspondencia con Felipe IV, no solo levantó el espíritu apocado del rey y le dio consuelos de perfección espiritual, sino que trató de los asuntos más arduos de la gobernación del reino, recordándole la obligación que tenía de hacerlo todo por sí mismo sin privados ni favoritos. Cuando durante la guerra de Cataluña estuvo el monarca a punto de indisponerse con Aragón, por la jurisdicción del Tribunal de la Fe, le aconsejó con buen criterio que aplazase a toda costa el negocio de la Inquisición “por ser de mucho peso y preciso resolverle con tiento y tomando medios y arbitrios para ajustarse a todos”.

En el orden místico, sus ideas fueron elevadas y dentro de la más firme ortodoxia, pero se vio envuelta por la Inquisición en un proceso, del que salió absuelta con las más favorables censuras, en 1650, y hasta la Sorbona de París llegó a condenar varias proposiciones de sus libros. Como escritora religiosa propiamente dicha fue notable su Mística ciudad de Dios, en la que, en forma novelesca, relató la vida de la Virgen a través de la cual expresó sus propias preocupaciones.

Perteneció a una familia hidalga y de extremada religiosidad, hasta el punto que, cuando María tenía 16 años, padres e hijos abandonaron la existencia mundana y abrazaron la vida religiosa. Su propia casa quedó convertida en convento y en ella continuó viviendo con su madre y su hermana. Con el tiempo adquirió fama de santidad y de ser favorecida con revelaciones sobrenaturales y, antes de cumplir los veinticinco años, fue elegida abadesa, dispensándole el Papa la falta de edad.

La gran obra mariana de sor María, así como las de índole ascética y mística, simbolizó la personalidad espiritual de una monja que tomó muy en serio su vida de consagración a Dios, su deber de orientar la espiritualidad de la comunidad que decía el Señor le había confiado, y su discernimiento de las cosas del mundo desde la perspectiva del Evangelio. Para los que la conocieron y para la gente de su tiempo, María era una verdadera santa, un ejemplo de vida cristiana llevada a sus últimas consecuencias. Por eso, el 28 de enero de 1673, el Papa Clemente X introducía la causa de canonización. Pasó un siglo, en el que la obra de sor María de Jesús fue objeto de las máximas condenas, lo cual no fue obstáculo para que en 1774 Benedicto XIV aprobara el proceso canónico de las virtudes en general de la Sierva de Dios, y el 31 de marzo de 1756 las virtudes en especial, que declaraban Venerable a sor María de Jesús de Ágreda.

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