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Las preguntas que Oliverio Girondo respondió después de muerto

Cuando se enteró de la muerte del gran escritor argentino, en lugar de un obituario, el periodista Rodolfo Braceli prefirió entrevistarlo basándose en los textos que dejó.

Oliverio Girondo nació en Buenos Aires el 17 de agosto de 1891. Alguna vez se autodefinió como un cóctel de personalidades. Una manifestación que cupiera en una sola persona. El buen pasar económico de su familia le permitió conocer Europa a temprana edad, y estudió en el Epsom College de Inglaterra y en el Albert Le Grand en Arcueil, Francia. Allí estrechó lazos con poetas y artistas que lo hicieron descubrir corrientes estéticas emergentes como el surrealismo. Ese conocimiento de los movimientos vanguardistas lo llevó a sembrar al voleo semillas de novedad en la literatura argentina.

Girondo se recibió de abogado, pero nunca ejerció. Entre 1920 y 1921 recorrió España, Italia y el norte de África. El resultado de esos viajes se tradujo en su primer poemario, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, donde consignó la certidumbre reconfortante de que en nuestra calidad de latinoamericanos poseemos “el mejor estómago del mundo”, capaces de digerir tanto unos arenques septentrionales o un cuscús oriental como una becasina cocinada en la llama o unos chorizos épicos de Castilla.

El 24 de enero de 1967, día de su fallecimiento, el periodista mendocino Rodolfo Braceli escapó de los usos convencionales del oficio y, en lugar de escribir una necrológica, sin meditarlo, se lanzó a una conversación ilusoria, delirante, con el célebre difunto. La conversación la haría tejiendo hebras textuales, pero descontextualizadas, extraídas de uno de sus libros, Espantapájaros. Así, por ejemplo, leemos a Girondo decir: “Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor decisión me cuesta un cúmulo de dificultades”.

De esa manera, original y textual a un tiempo, se reflejan algunos rasgos esenciales del carácter de este inmenso poeta, que antes de cometer el acto más insignificante necesitaba poner tantas personalidades de acuerdo, lo que lo llevaba a preferir renunciar a cualquier cosa y esperar a que esa jauría interna se extenuara discutiendo lo que habrían de hacer con su persona. Entre sus múltiples andanzas, Girondo solía frecuentar las principales tertulias literarias de Buenos Aires, como la del hotel París, donde se reunía con los colaboradores de la revista Caras y Caretas, donde conoció al poeta Baldomero Fernández Moreno.

En 1924, Oliverio Girondo fue uno de los promotores de la revista Martín Fierro –compartiendo redacción con Jorge Luis Borges y Macedonio Fernández, entre otros– y participó de un ciclo de lecturas literarias organizado por Radio Cultura junto a otros poetas martinfierristas como Leopoldo Marechal, Raúl González Tuñón y Norah Lange (con quien se casó en 1943). “Poco a poco la vida se transforma en un continuo sobresalto”, le dice a Braceli en el diálogo imaginario. “Los remordimientos nos corroen la conciencia... Antes de mover un brazo, de estirar una pierna, pensamos en las consecuencias que ese gesto puede tener para toda la parentela”.

En ese revoltijo de identidades en que naufragó su existencia, Girondo se permitía reflexionar que el mecanismo de pensar no resultaba acaso una enfermedad más larga que cualquier otra: “Yo, al menos, tengo la certidumbre de que no hubiera podido soportarla sin esa aptitud de evasión que me permite trasladarme a donde no estoy”.

El lugar de Girondo en la literatura nacional fue rupturista. Según el escritor Carlos Bernatek, la vanguardia que encarnaba este poeta abrevó en diversas fuentes: en el simbolismo, en el surrealismo y sobre todo en los viajes. Hacia el final del reportaje ficcional, Braceli le pregunta a Girondo a qué lugar le hubiese gustado volver, aunque sea con la frente marchita. El poeta no vaciló: “¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!”.

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