CULTURA

Liliana Heker: escribir para protegerse de la realidad

Desde su primer libro de cuentos, Los que vieron la zarza, que publicó en 1966 a los 23 años, se afirmó como una de las grandes narradoras argentinas contemporáneas.

Liliana Heker empezó a escribir a los cuatro años, en el patio de la casa de su abuela. El mundo entonces le parecía arbitrario y un poco aburrido, así que daba vueltas por ese patio y tramaba situaciones organizando la realidad a su mane­ra. Pero la determinación de ser escritora empezó a tomar forma a los 15 años: “Antes de esa edad ya había escrito muchos versos horribles y había empezado y dejado truncas en el tercer capítulo dos novelas de diez tomos (ya había leído Juan Cristóbal –de Romain Rolland– y me parecía que toda novela que valiera la pena debía tener diez tomos). Pero a los 15 años el acto de escribir empezó a significar precariamente, para mí, lo que todavía significa hoy, la posibilidad de fijar y comunicar mi visión del mundo”.

En el año 1958, Liliana estaba en cuarto año de la Escuela Normal y en el país iba a derogarse la Ley 1420, de enseñanza laica, gratuita y obligatoria. Era un asunto que movilizó a buena parte de los argentinos. Por primera vez el estudiantado secundario intervenía activamente en un movimiento. Eso la llevó a una temprana toma de conciencia y le enseñó que hacía falta luchar por el derecho a una vida digna. En el colegio discutían mucho, entre las compañeras y con los profesores: “Me acuerdo de una profesora de Didáctica, ferozmente reaccionaria: usaba su religión y sus principios morales (que, como suele ocurrir, eran profundamente inmorales) como armas represoras; pretendía enseñarnos a despreciar nuestro cuerpo y a silenciar nuestras ideas. Yo a toda costa quería demostrarle, y demostrar a mis compañeras, lo inhumano y enfermo de sus concepciones. Pero me costaba imponer mis ideas en toda su complejidad: era arrebatada y petisa”.

Entonces empezó a ordenar sus ideas en textos y a leérselos en clase a la profesora. Eran textos grandilocuentes, llenos de signos de admiración y de mayúsculas. Pero su idea de la vida, a esa edad, también estaba llena de admiraciones y de mayúsculas: “La profesora siguió tan reaccionaria como antes, claro, pero le desarmé los argumentos. Y por primera vez conseguí manifestar lo que, desde mi infancia, había constituido mi mundo secreto e incomunicable”.

A los 16 años terminó el colegio y empezó a buscar una revista literaria donde publicar. Nunca había visto un escritor ni en fotos, y no tenía ni la más remota idea de lo que era una revista literaria, pero por alguna razón estaba convencida de que, si escribía, tenía que trabajar en una revista literaria.

A los 17 escribió el primer cuento que la dejó satisfecha y supo que a eso se dedicaría el resto de su vida: a inventar pequeños mundos. Muchos de sus textos nacieron de sucesivos borradores, pero el único que surgió de un tirón fue aquel cuento al que llamó Los juegos y que se publicó en el número cuatro de la revista El Grillo de Papel, dirigida por Abelardo Castillo: “Me recuerdo en el café Las Violetas con Abelardo, que me daba alguna indicación, dos o tres toques perfectos que hubo sugeridos por él”.

Su “credo” empieza con una frase muy sencilla: “Las ganas de escribir vienen escribiendo”. Heker se refiere concretamente a las coartadas que uno se pone cuando está trabajando. Uno siempre encuentra pretextos para no escribir, desde ir a la verdulería hasta el horror que provocan ciertas cuestiones como la guerra o la crisis de la política nacional. Por eso, afirma la escritora, si uno está en un proyecto ­concreto, lo que tiene que hacer es vencer esas trabas, ya que el momento perfecto en el que todos los problemas se hayan solucionado no existe.

Una dinámica irrefrenable

Algunos escritores necesitan un silencio total, otros cierta música o el bullicio de un bar o una plaza. En el caso de Liliana Heker, su método se erige en una dinámica irrefrenable: “En general yo escribo en la computadora, entonces se vuelve mi escritorio. A veces necesito música, a veces ­necesito ciertas músicas: escuchar Bach, Gershwin. Hubo un caso muy claro cuando yo estaba escribiendo mi cuento La sinfonía pastoral, necesitaba escuchar esa melodía. En otros casos es menos nítido. De cualquier manera, es música instrumental y casi siempre música clásica o jazz. Tampoco me molestan los ruidos circundantes. Yo vivo en San Telmo y pasan varias líneas de colectivo por la puerta y ni las ­escucho”.

A Liliana Heker, por una cualidad personalísima, que en algún momento la llevó a estudiar Física, le interesa ahondar en los mecanismos de la imaginación: “El proceso de creación es bastante accidentado, pero muy hermoso para quien le gusta crear ficciones. Pero de ninguna manera es una línea recta. Al mismo tiempo, cuando doy talleres me meto en las creaciones de otros y también acudo a mi propia experiencia. Uno no puede ver qué le pasa a otro con su propio cuento o novela si no ahonda un poco en sí mismo y trata de establecer ciertos paralelos”.

Muy temprano en la vida hizo un descubrimiento: empezar algo es fácil; lo difícil es seguir haciéndolo –mantener la pasión para hacerlo–, aun en condiciones adversas, y durante toda la vida. Eso, sin duda, Liliana Heker lo ha ­conseguido.

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