cultura
Los viejos caserones platenses
Hubo un tiempo en que La Plata tenía todas las características de una ciudad pueblerina, solariega, con patios en los que transcurría la vida.
Cuando La Plata nació en los mapas, la tranquilidad dominaba a sus pobladores. Desde el atardecer, titilaban farolitos de vela y hachones de sebo, aceite de potro o resina que los comerciantes fijaban en el frente de sus negocios. Poco a poco fue introduciéndose la novedad de los faroles a querosene. Asimismo, comenzaron a instalarse majestuosas fincas veraniegas que solían estar habitadas por familias encabezadas por un personaje insigne en política, en armas, letras: una distinción que les valía el respeto de la sociedad. El término solariego es una variación de la palabra “solar”, entendida como el lugar en donde tuvo su origen un determinado linaje nobiliario y residieron durante varias generaciones.
La casa de la familia Arana y la de Dardo Rocha fueron dos de las primeras viviendas que se levantaron en nuestra ciudad. La primera está construida en calle 49, entre 2 y 3, y la de quien fuera el fundador de nuestra ciudad, en calle 53, entre 11 y 12, siendo actualmente un museo.
La casa solariega entonces tenía características propias y un lugar destacado lo ocupaban los patios. Estos fueron, para las de una sola planta, el espacio abierto y generoso que limitaba las habitaciones y ventanas enrejadas que avanzaban hasta la estrechez de las veredas. Y allí, en el centro o el costado de la casa, como apoyados en la medianera, los patios fueron concebidos para gozar de la naturaleza, en el recato de la intimidad y poder así tener un fragmento de cielo propio.
En los patios solía hallarse un aljibe, y aún desde la calle podía divisárselo, dibujado, a través del cancel, con su cantarina roldana siempre en movimiento, subiendo la rica agua llovida que rodando bajaba por las tejas o chapas del techo, purificada por los trozos de carbón de leña que se le echaban de vez en cuando, y las tortugas de agua, que también cumplían esa misión. Los trípodes de hierro con macetas y tinas con azahareros, floripondios, suspiros y coronas de novia, le formaban escolta.
Casi siempre, también sucedía un segundo patio, con vida más cotidiana y doméstica, en el que se estiraban las cuerdas para asolear la ropa, se ubicaba la casilla del perro y se fijaba alguna escalerita que conducía a alguna habitación en alto. En el primero, casi siempre había una galería sostenida por delgadas columnas de hierro fundido, muchas veces importas de los Estados Unidos. Eran entonces los tiempos de las celosías de madera o hierro. Había también, por lo general, algún cantero para las hortensias y algún limonero o mandarino. Pero lo más habitual, desde los tiempos de la colonia, era el hoy tan extraño “jazmín de lluvia”, con flores como estrellitas y su perfume embriagador.
Se vestía el patio con muchas otras plantas en macetones: rosas, claveles, junquillos, malvones y geranios, helechos y begonias. Su voz eran los pájaros cautivos: mixtos, calandrias, cardenales, cabecitas negras, pechos colorados; y, en silencio, la tortuga que vagabundeaba por las baldosas coloreadas. El patio también tenía sus estaciones: florecía en la primavera y en las noches de verano.
En las noches profundas de comienzos del verano, embriagaba el perfume de las glicinas y la casa solariega se vestía con todas sus luces, cuando en ella se tendía la larga mesa de Nochebuena. Muchas veces, también en los viejos caserones platenses, se sucedía un tercer patio, el de la servidumbre, de donde esta acudía con la bandeja del “agrio” de naranja, la copa de mistela o la jícara de chocolate batido.
En las tardes pueblerinas, eran frecuentes las tertulias: en ellas se conversaba al tiempo que se consumía algún aperitivo. La Plata fue campo propicio, en ese sentido, de la invasión matera. Actualmente, el patio criollo ha quedado relegado solo a ciertas provincias. Se ha dicho que allí brota aún sus hojas frescas la malva exquisita de la infusión casera, la menta sabrosa. Todavía en las provincias, “salir al patio” es una dulce costumbre que los platenses han perdido irremediablemente.