Cultura

María Elena Walsh, una pionera del feminismo

El 7 de marzo de 1973, la gran poeta argentina hizo pública una carta en la que instaba a las mujeres a militar activamente a favor de la dignidad de género.

María Elena Walsh se refería a sus compatriotas llamándolas “hermanas”, sea cual fuera su edad y condición social, reclamando para las mujeres en la gran familia argentina un lugar equivalente al de los hombres: “Los varones fraternizan, se abrazan ruidosamente, se llaman ¡hermano! con tanguero fervor, y en el paroxismo de la pasión fraterna llegan a desnudar a los futbolistas en plena cancha. Pero las mujeres nunca hemos sido hermanas, sino entes aislados, parias sociales, menores de edad instigadas a traicionarse”.

Pero lo que María Elena Walsh siente es que la hermandad hacia el resto de las mujeres no es ningún utópico cariño de género, sino la compartida condición de sombras, su condicionamiento como satélites sujetas a implacables reglamentos.

La carta fue escrita ante la inminencia de las elecciones de 1973, donde la escritora dice a su imaginaria interlocutora: “Brillás por tu ausencia en este período preelectoral. No estás en función de candidata, ni de dirigente gremial, ni siquiera como opinante, salvo rarísimas excepciones. Y, lo que es más grave, cuando sos excepción y algún partido te permite integrarte para algo más que pegar estampillas y hacer café, tenés miedo de representar a tus congéneres y parecés un simple testaferro de los intereses machistas y jugás a tu propia traición”.

Asimismo, enfrenta a los ancestrales argumentos machistas: “La mujer no está preparada para actuar en política, su destino es el hogar, etcétera”, recordando esa frase atribuida a Bernard Shaw: “Los norteamericanos blancos condenaron a los negros nada más que a lustrar zapatos; luego se pasaron la vida diciendo que los negros no servían más que para lustrabotas”.

María Elena Walsh hizo en la carta –al igual que durante toda su vida– un llamamiento a las mujeres para que se conviertan en dueñas de sus vidas, recuperando las energías saqueadas y rechazando el embrutecimiento doméstico.

En este sentido, va hasta la raíz de la cuestión: “La cultura capitalista, su psicología dirigida, sus medios de difusión, sus revistas femeninas (con las que habría que hacer una pira en Plaza de Mayo y quemarles el traste a sus editores), todo el aire que respiramos está contaminado de la misma falacia: la natural incapacidad y subordinación de la mujer. Y fueron mujeres y niños los primeros seres humanos a los que explotó a muerte la Era Industrial, arrancándolos por la fuerza del sacrosanto hogar. Y es nuestro mundo occidental y cristiano el que no permite a la mujer trabajadora disfrutar sin angustias de la maternidad, el que apaña burdeles y dos morales, una para damas y otra para caballeros, el que se escandaliza de actos terroristas, pero hace la vista gorda ante todos los atropellos cometidos contra el cuerpo de la mujer”.

Marginación, postergación, misoginia son los enemigos de esta poeta que supo desnudar como pocos el reino del revés. No hablaba con odio, sino con bronca: “El odio –con los fierros, sean armas o moneda– es cosa de hombres. Estamos hartas de odio, aunque venga empaquetado en sublimaciones y piropos. No hemos declarado la guerra, sino que señalamos que existe y tiene los años de nuestra civilización”, dice en esta “Carta a una compatriota”, publicada en la revista Extra.

Basta de esposas achanchadas y de madres castradoras, parece gritar. Su feminismo no se nutre de libracos apolillados, sino del ­cotidiano martirio de la mitad de la humanidad: “Nace en las ferias y junto a las bateas, a la vera de las camillas de ginecólogos carniceros y a contrapelo de los viejitos célibes del Vaticano que vienen diagramando la conducta sexual según conviene a los intereses de los capitales y a las fluctuaciones del ­mercado bélico”.

Su gran talento poético también estuvo puesto en esta lucha por erradicar de cuajo los prejuicios que están en la base de un modelo de opresión patriarcal.

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