Cultura
Lucrecia Martel, la directora argentina preferida de Pedro Almodóvar
Con cuatro largometrajes en su haber, es una de las cineastas con más prestigio mundial, como lo demuestra su designación como presidenta del Festival de Cine de Venecia en 2019.
Lucrecia Martel nació el 14 de diciembre de 1966 en la ciudad de Salta, hija de un ingeniero químico y una profesora de Filosofía, que tuvieron siete hijos: cuatro varones y tres mujeres. Ella lideraba al grupo de sus hermanos a la hora de jugar en los techos o de trepar a los árboles. Vivían en una casa humilde, con un pasillo que desembocaba en un patio abierto con las habitaciones alrededor. Tuvo una infancia feliz; tenía una abuela, Nicolasa, que les contaba a sus nietos cuentos terroríficos: “Era una gran narradora de historias. Te juraba que había sido testigo de la aparición del diablo, del jinete sin cabeza, de la Virgen. Se apropiaba de los cuentos de otros y los convertía en hechos verídicos”.
A los 19 años se mudó a Buenos Aires para estudiar Comunicación Social. Paralelamente, empezó a estudiar dibujos animados, y después se abrió camino en ella una pasión inesperada, el cine, de modo que empezó a rodar sus primeros documentales y cortometrajes. Con el tiempo reconoció que se fue de Salta, en parte, para “refundarse” y para no dejar que fueran las convenciones sociales las que construyeran su identidad.
En una entrevista con la revista Gatopardo, confesó: “Soy el ejemplo viviente de que para hacer cine no se necesita más que una vida, una familia, estar atenta. Construí mis herramientas desde un lugar de ignorancia de una chica del interior, clase media, que no tenía una familia con una biblioteca con las últimas tendencias del pensamiento”. El observar su entorno inmediato le permitió estrenar en 2001 La ciénaga, una película que se alzaría con premios en algunos de los principales festivales del mundo: Berlín, La Habana, Toulouse y Uruguay, entre otros.
La ciénaga es una obra clave de la renovación del cine argentino, la prueba de un estilo personal y alejado de cualquier precedente o moda cinematográfica. Asombra que en una ópera prima la realizadora ya mostrara una personalidad artística sólidamente definida. Retrata despiadadamente la decadencia de una clase social, pero sin énfasis innecesarios ni bajadas de línea paternalistas. La propia directora le explicó alguna vez a Leila Guerriero: “Muchos me dijeron que La ciénaga es una película sobre la decadencia. Yo veo con mucho optimismo lo decadente.Si estuviéramos en un mundo con un sistema de valores extraordinario, la decadencia sería un peligro. Pero en un mundo en que la pobreza y la injusticia están concebidas como parte del sistema, la decadencia es esperanza”.
La niña santa, su segundo largometraje, fue nominado a la Palma de Oro en el Festival Internacional de Cine de Cannes. Asimismo, su trabajo se ganó reseñas extraordinarias, que subrayaron que las escenas de dicha película eran “de una precisión científica” y que “no hay en su mundo pelo fuera de lugar, y si lo hay, es porque así fue pensado”.
Su tercer filme, La mujer sin cabeza, tuvo la misma capacidad para impactar en el público y en la crítica, y participó de un muy celebratorio raid por los principales festivales.
Tras aquella trilogía fascinante, Lucrecia Martel emergió como una de las directoras más osadas de su generación, como lo demostró el intento de adaptar al cine El Eternauta, la mítica historieta de ciencia ficción escrita por Héctor Oesterheld, experiencia fallida que, lejos de arredrarla, la llenó de bríos para afrontar otra experiencia riesgosa, que le llevó diez años madurar: traducir al lenguaje cinematográfico un clásico de la literatura argentina, Zama, novela del mendocino Antonio Di Benedetto, y que contó con la producción de Pedro Almodóvar. La película fue seleccionada para representar a nuestro país para los premios Óscar en 2017.
Lo más extraordinario de esta mujer liberada, ambigua, es que, siendo una de las voces más autorizadas para juzgar películas, jamás se reconoció cinéfila. De hecho, admitió más de una vez que empezó a hacer cine por confusión, observando todo a su alrededor. Es que para Lucrecia Martel el único mundo que verdaderamente sigue importando está en Salta, como si aquel esfuerzo extremo que se refleja en su trabajo se empeñase en regresar al lugar en el que estuvo cerca de saber qué es la felicidad: la infancia.