CULTURA

Miguel Paulino Tato, el hombre de la censura

Durante la década del 70, incluyendo los años de la última dictadura, estuvo a cargo del Ente de Calificación Cinematográfica, desde el cual hizo verdaderos estragos.

En 1934, en alguna de esas andanzas y malandanzas del periodismo, a Mi­guel Paulino Tato le había tocado volar en el Graf Zeppelin. Fue una de sus primeras grandes aventuras, pues en aquel tiempo volar en un globo dirigible no tenía nada de trágico, pero después, cuando demostró ser tan frágil y fácil de destruirse, la experiencia se dramatizó. Frontal y siempre ácido, solía afirmar que, como hizo ese viaje en medio de la temporada del Tercer Reich, cuando florecieron los zepelines, le habían colgado el sambenito de “nazi”.

Su anecdotario se nutre tanto de sus explosivas declaraciones como de las furibundas reacciones de sus enjuiciados. Desde la intervención del Ente de Calificación Cinematográfica, creado en 1968 durante la dictadura de Juan Carlos Onganía, ejerció con vocación despótica la función de censor. Durante la última dictadura cívico-militar hubo una fuerte intervención de las Fuerzas Armadas en la censura cinematográfica, que quedó básicamente en manos de una combinación de la Marina y el Ejército, en un área históricamente asignada a la Iglesia Católica y lleva­da adelante a través de organismos laicos. El personaje más emblemático de ese proceso censor de toda idea que atentara “contra el orden establecido” y “la moral y las buenas costumbres” fue Miguel Paulino Tato.

“Yo digo que solamente me falta la cruz de hierro, ¿no? Porque yo había mandado muertas más películas que los que mandaban los alemanes en la guerra y porque siempre me he tomado el pelo a mí mismo”, afirmó Tato durante un reportaje, a propósito de su poder omnímodo. Nacido en 1902, provenía de una familia de pocos recursos, desde muy chico había trabajado como canillita, hasta que consiguió empleo como dibujante en el periódico Última Hora. Luego se haría ­periodista y frecuentaría las redacciones de Mundo Argentino y El Hogar. Su llegada al mundo del cine fue como jefe de prensa de la distribuidora Paramount en Argentina; en 1952 hizo su única película, Facundo, el tigre de los llanos, que fue un bochornoso fracaso de taquilla.

Desde joven a Tato le gustaban tres cosas: decir lo que pensaba, las cosas rectas y no mentir sobre las películas. Lo que él pensaba era claro: las ideas revolucionarias eran delictivas y el sexo en las películas jugaba un papel subversivo al atacar “la idea de familia”. Se lo acusaba de exterminar a la industria cinematográfica; él sostenía que su lucha era contra unas 50 o 100 personas como máximo, en cambio el público al que “salvaba” era incalculable.

En su disco Instituciones, Sui Generis le dedicó una canción que lo transformó en una leyenda, Las increíbles aventuras del Señor Tijeras. La letra de Charly García reza: “Entra en el microcine y toma ubicación / Hace gestos y habla sin definición /Se va con la película hasta su hogar / Le da un beso a su esposa y se vuelve a encerrar / A oscuras y en su sala / De cuidar la moral / Entra ella y se va desvistiendo / Lentamente y casi sonriendo / Alta, blanca, algo exuberante / Dice hola y camina hacia adelante”.

“Hay gente que no puede juzgar películas”

En total, Tato se jactó de haber prohibido 336 películas extranjeras y una sola argentina –aunque escenas de innumerables películas nacionales debieron ser sacadas para aprobar su estreno–. En sus cuatro años de actuación, en el plano nacional prohibió la película Los años infames, con el siguiente argumento: “Porque pintaba muy mal al país, de una mugre moral que daba asco”. Lo cierto es que nunca creyó que existiese un público adulto con madurez para ver cine sin censura previa: “¿Cómo se va a medir la adultez? ¿Por la edad? Si hay tipos de 40 que son más idiotas que los de 15. La adultez es una madurez intelectual que se adquiere con el uso de lo que deberíamos llamar la razón. Y acá, en nuestro país, hay gente que no puede juzgar las películas”.

En 1995 se estrenó la película El censor, de Eduardo Calcagno, con libro de Alan Pauls y Jorge Goldenberg, en la que Ulises Dumont se puso en la piel de este extraño personaje que consideraba que el público es un eterno menor de edad.

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