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Orson Welles y las excentricidades de un genio

Es uno de esos raros casos en que un director, con su primera película realizada a los 25 años, entra en el panteón de los grandes del cine.

Siempre fue un realizador excéntrico y caprichoso. Cuando Hollywood lo acusó de dilapidador e inconstante, Orson Welles se comprometió a filmar Macbeth, de Shakespeare, en tres semanas y con un presupuesto ínfimo. Su apuesta era hacer confluir calidad con bajo presupuesto, fórmula que la gran industria cinematográfica considera imposible. Montó, entonces, una versión teatral paralela que permitió costear el vestuario y preparar minuciosamente los ensayos. De esta manera, la obra sirvió de ensayo para el filme y la película se concibió como filmación de la obra. Pudo concluir el rodaje dentro del tiempo y el presupuesto estipulados, pero fue su despedida de Hollywood.

Fue maltratado sistemáticamente por los críticos norteamericanos, que le hicieron fama de irresponsable, de megalómano y hasta pusieron en entredicho la autoría de algunas de sus obras. El crítico y director de cine estadounidense Peter Bogdanovich reunió en un libro las conversaciones que mantuvo con Welles entre los años 1969 y 1972, un material que se terminó convirtiendo en el mejor testimonio sobre la vida y el pensamiento del realizador de El ciudadano.

Para Orson Welles no hay otro arte que la experimentación, y eso, que fue su mayor mérito, también fue la causa de sus conflictivas relaciones con la industria del cine. Era un obsesivo que le hubiera gustado hacer con sus películas lo mismo que Cézanne, que iba a la casa de los que habían comprado sus cuadros y seguía corrigiéndolos. Con esa obsesión construyó un estilo único, inimitable.

El 18 de febrero de 1942, Orson Welles ­desembarcó en Brasil. No sospechaba la importancia que tendría ese país en su vida. Un año antes, con El ciudadano, había sido aclamado como genio, permitiéndole firmar el contrato más espectacular de la historia del cine hasta ese momento: recibiría el 25% de las ganancias de cada filme y un anticipo de 160.000 dólares (el equivalente a 20 veces más que hoy) con la única condición de producir un largometraje por año. La productora era la RKO-Radio Pictures, del banquero Nelson Rockefeller. Roosevelt le había confiado a este el Consejo de Asuntos Interamericanos, creado para atraer a los países latinoamericanos a la influencia de Estados Unidos. Por eso, Welles debía ambientar sus películas en esta parte del continente. Argentina había sido descartada, porque gobernaba el peronismo. De los países grandes, quedaban Brasil y México. Welles eligió Brasil.

En la conferencia de prensa de Copacabana, expresó: “Venir aquí era para mí un deseo congénito. Por otra parte, me considero 6carioca. Mi madre se fue de Río con un embarazo muy avanzado. Es apenas por algunas semanas que no nací en esta ciudad”. Pero Orson se perdió sin redención en la noche brasileña, iba de mujer en mujer, con la cachaza de caña de azúcar mezclada con Coca-Cola inventó el Cuba Libre por anticipado, y lo bautizó “samba de Berlín”. Se escapaba de todos los compromisos para ir a los bares a beber con Grande Otelo, el minúsculo actor negro que sería el protagonista de su filme, quien lo llevaba a las ceremonias del candomblé. Los productores no podían verle un pelo a ese hombre que se había hundido en el interminable carnaval, las danzas, los ritos mágicos, el alcohol, la música del lugar. Frecuentaba los morros, normalmente prohibidos a los blancos y a los ricos. Finalmente, haciéndose prestar por el Ejército brasileño faros antiaéreos, filmó de noche casi diez horas del carnaval de las calles. Todo sin guión, improvisando a medida que avanzaba el rodaje, mostrando el carnaval, la gente y las favelas.

“Un golpe hollywoodense”

Durante su estadía en Brasil, Welles escuchó hablar de la historia de los cuatro pescadores que navegaron durante más de 60 días del extremo norte del país hasta Río para pedirle a Getúlio Vargas, el presidente de ese entonces, que su profesión fuera reconocida con los mismos derechos que todos los trabajadores. Decidió re­construir todo el episodio, con los mismos protagonistas, a los que hizo traer de Ceará. Pero uno de los cuatro marinos se ahogó en un accidente en las aguas de la bahía de Río. La hostilidad de los brasileros fue indetenible: “el yanqui que mató al héroe nacional”.

La productora se enfureció contra el director por gastar fortunas “para filmar negros, pobres y danzas libertinas”, ordenó suspender el rodaje y la ayuda económica. “No es un golpe de Estado latinoamericano lo que saboteó mi filme, fue un golpe ­hollywoodense”, diría Welles en 1958 a la revista Cahiers du Cinéma. La rescisión de ese contrato fue un golpe del que Welles no pudo recuperarse.

Decía: “No hay que pensar en la ­posteridad, por una cuestión de elegancia, de sabiduría y de higiene mental”.

Hizo bien. Es la posteridad la que sigue pensando en él.

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