Roberto Mariani: al rescate de un escritor olvidado

Fue un autor que retrató como nadie el mundo de las oficinas. En los años 20 venía todas las semanas a la ciudad de La Plata.

Anarquista, introvertido, de fisonomía noble y un inconfundible acento genovés, Roberto Mariani pasó la mayor parte de su vida en cafés, despachos bancarios y oficinas públicas donde mostraba su rebeldía por creer en un ser humano más digno y una vida más hermosa. En sus libros solía volcar la sarcástica visión de su ­existencia. Quizás por eso, sospechaba Osval­do Soriano, su obra estaba destinada a esfumarse de la historia de la literatura nacional. Sin embargo, fue uno de los más brillantes –e injustamente olvidados– narradores argentinos del siglo XX.

Nació en el barrio de La Boca el 12 de julio de 1893. Sus padres eran Juan Mariani, un lombardo de Monza, y Margarita Codina, una piamontesa. Hizo el bachillerato en el colegio Nacional Sud y más tarde ingresó en la Facultad de Ingeniería. Al poco tiempo se dio cuenta de que no era lo suyo y abandonó la carrera. Se mudó a Mendoza para trabajar en el ferrocarril junto a su hermano. Pronto también dejaría ese trabajo y tendría su primer acercamiento a la escritura: ingresó como cronista en el diario Los Andes, donde trabajó en la sección Deportes.

Su primera obra se editó en 1921, bajo el nombre Las acequias y otros poemas. Sin demasiado éxito en aquella primera incursión, Mariani regresó a Buenos Aires y se empleó en el Banco de la Nación. A propósito de la recepción de aquel primer libro, escribió Soriano: “Fue recibido con escepticismo, con indulgencia, pero nadie omitió el comentario: Mariani guardó en su cuaderno de recuerdos veinte críticas aparecidas en periódicos de Buenos Aires, Montevideo y Mendoza”. Por entonces, empezó a colaborar con el diario Nueva Era, dirigido por Juan F. Mantecón.

Roberto Mariani fundó junto a otros escritores una asociación de amigos de Rusia, que reunía libros de autores argentinos y los enviaba a Moscú para exhibir el fervor de la izquierda criolla ante la Revolución. Lanzado en estas actividades, Mariani pugnó por agremiar a los bancarios de su oficina: fue despedido. Por entonces, era un hombre fascinado por discutir con sus colegas escritores.

Esas polémicas solían enfrentarlo con otro gran autor argentino: Roberto Arlt. A propósito de esas discusiones feroces, Leónidas Barletta contó que una noche Arlt le dijo: “Vos, para ir hasta la esquina, necesitás escribir un tratado de exploración”. Lejos de provocar enemistades, estas ironías compartidas consolidaron la amistad entre los dos Robertos.

En 1925, Mariani estaba sin trabajo y hundido en la pobreza. Ese año apareció Cuentos de la oficina, en el que volcó toda su minuciosa observación y poder de detalle. Son siete cuentos centrados en distintos personajes que cada día deben encontrar razones para levantarse y dejarse tragar por la maquinaria burocrática.

En la década del 20, Mariani, Suárez Danero y José Gabriel (ambos colegas del periódico Nueva Era) viajaban los fines de semana a La Plata, se hospedaban en el antiguo Hotel Argentino, a pocas cuadras de la Terminal de Ómnibus, y pasaban un par de días “escandalosos”, según decían. Mariani firmaba en el libro de pasajeros con el nombre de Pío Baroja, Danero como Henri Beyle (Stendhal) y José Gabriel, que era conocido en el hotel, estampaba su verdadera firma.

En esos días, Danero trabajaba como secretario de un alto funcionario en la Dirección Nacional de Arquitectura y consiguió que su amigo ingresara en la oficina con un jornal de seis pesos y cuarenta centavos diarios. Así narró los primeros días de Mariani en su nuevo empleo: “Quedó ubicado en la secretaría general. Trabajaba maravillosamente. Despachaba las notas y demás papelería con una velocidad tremenda y una seguridad en la redacción que, en los primeros días, desde las 12 hasta las 18, maravillaron a su jefe. Este era un fúnebre ­burócrata, puntilloso en extremo. A los 15 días, ya salió Mariani con su anarquismo sustancial instando a sus compañeros a no trabajar tanto. Total nos pagan lo mismo, les decía”.

Vergüenza de sí mismo

Pasaba sus tardes sentado a la puerta de su casa, rodeado de chicos a los que ayudaba con sus deberes, o leyendo cada vez más. También empezó a sentirse más cerca de los desposeídos y los miserables, pero a la vez absolutamente impotente para predecir un futuro mejor.

En un artículo que escribiría por aquella época, confesó: “He entrado en el período en que uno ríe con sorna de toda ingenuidad y en que se precave contra el autoengrupimiento. Yo voy más lejos todavía: tengo vergüen­za de mí mismo”. Un 3 de marzo de 1946, un ataque cardíaco lo abatió definitivamente.

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