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Un dandi que sabía contar historias

El nombre de Adolfo Bioy Casares se asocia inevitablemente al de Jorge Luis Borges, pero es un escritor con una personalidad propia reconocida mundialmente.

En el tiempo de su primera juventud había tranvías, circos fantásticos y unas misteriosas grutas artificiales donde acudían amantes y suicidas. Gardel estrenaba en la calle Corrientes los tangos que quedarían para siempre congelados en el tiempo como toda la ciudad. Bioy Casares detestaba la voz de Gardel y prefería los tangos procaces que iba a escuchar con choferes de taxi y porteros de cine. Frecuentaba los teatros de revista cuando todavía no estaba el Obelisco. Tenía solo cuatro años cuando una muchacha que le pareció la más bella del mundo lo condujo a una glorieta y se desnudó para él. Desde entonces tuvo dos grandes pasiones: las mujeres y la literatura.

Empezó a escribir en una revista deportiva-humorística: el peor de los tres redactores era él. Más adelante, dirá que lo suyo como periodista era tan olvidable como algunos de sus primeros libros. Luego vendrían sus estudios de Derecho, y de Filosofía y Letras, que continuaron hasta que se dio cuenta que su única pasión era la escritura, que no sería abogado ni juez y que la carrera de Letras lo alejaba más de la literatura que el Derecho.

El nombre de Adolfo Bioy Casares simboliza el talento y el poder limpio de la imaginación. Sin embargo, su recuerdo se asocia ahora al de Borges, su amigo y compañero de la más irreverente aventura literaria. Cuando Bioy y Borges fusionaron sus nombres para crear a H. Bustos Domecq, un escritor imaginario que escribía historias criminales protagonizadas por Isidro Parodi, tal vez intuyeron que su visión esperpéntica del mundo y de la sociedad sería muy pronto la delirante realidad del peronismo. En ese sentido, el escritor chileno Luis Sepúlveda escribió alguna vez: “Borges tenía la extraña altanería de los ciegos. Bioy era un oasis de paz inteligente”.

Osvaldo Soriano sostuvo no haber conocido otro hombre que respete tanto a sus semejantes. Bioy se incomodaba profundamente si alguien lo elogiaba, pero no lo contradecía. “Cuando alguien dice que un libro mío es espléndido, yo, un poco por cortesía y por ser agradable, creo, por lo menos durante la visita de esa persona, que mi libro es espléndido”. Lo cierto es que Bioy entró metódicamente a los suburbios y a los libros. Dedicó un tiempo de su vida a cada lectura y a cada barrio de la ciudad. Y Buenos Aires ha hecho culto de sus esquinas.

Bioy Casares nació y vivió en el barrio de la Recoleta, uno de los pocos lugares de la ciudad que aún “se parecen a Europa”. Ahí está el cementerio de notables y patricios pero el barrio es artificial y sin encanto. Los personajes de Bioy —por ejemplo, en Historias fantásticas o El sueño de los héroes— deambulan por regiones más grises y ambiguas en la que todo es posible: una banal noche de juerga en Chacabuco se vuelve aventura fantástica en el desolado paisaje de Owen, que apenas figura en los mapas. El de Bioy es un Buenos Aires sobrenatural y siniestro con domicilios precisos en los que se confunden las fronteras del cielo y el infierno. Son historias sugeridas, como si, luego de elaborarlas y pulirlas, el autor las contara en voz alta.

Julio Cortázar —otro gran hacedor de geometrías fantásticas—, lo admiraba e invocaba como un maestro. De todos los novelistas argentinos, Bioy es el que dejó una obra más vasta y perdurable que arrancó hace más de ochenta años con La invención de Morel. Cortázar nombraba un Buenos Aires que había abandonado de joven y rehacía en París con una memoria portentosa; Bioy se apoderó de la ciudad con una mueca de ironía y compasión. A veces contaba que Borges, enamorado del puente de la Noria, lo arrastraba a admirar un paisaje en el que nada había por ver. “A veces pasábamos vergüenza con los amigos extranjeros”, confesó Bioy. Algunos afirman que su recato gentil y tímido lo colocó a la sombra de su amigo Borges.

“Los personajes del Río de la Plata y sus sueños destrozados están sobre todo en las páginas del Bioy más fantástico, irónico y sutil. El escritor que introdujo para siempre a Buenos Aires en el vértigo de la duda y la perplejidad”, sentencia Soriano. La obra de este coloso de la literatura nacional le valió la entrega en Alcalá de Henares del Premio Cervantes —el mayor de la lengua castellana y el más importante después del Nobel— que poquísimos argentinos tuvieron el honor de merecer.

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