Cultura
Victoria Ocampo, fuera de los convencionalismos
La escritora siempre desafió los prejuicios de su tiempo y los rígidos mandatos sociales, para entregarse a las muchas pasiones que fueron sucediendo en su vida.
Viajar de luna de miel a Italia fue idea de ella. Victoria Ocampo tenía 23 años y se había casado con Luis Bernardo de Estrada Mónaco, de 35, pero que ya era un hombre vencido. Victoria, años después, lo describirá así: “Susceptible, tiránico y débil; convencional, devorado por el amor propio”. Vivían por entonces en París, donde Victoria se movía como una hoja seca. Pero en Roma, ocurrió algo que cambió su suerte. Un encuentro casual que abriría el camino del más turbulento de sus amores.
En un ágape en la embajada argentina en Roma, Victoria se sintió fulminada por una mirada que la recorrió con un desenfado largamente deseado por ella. Entonces, con una audacia que la acompañaría durante toda su vida, lo miró con idéntica avidez: “Él me echó una mirada burlona y tierna… Miré esa mirada y esa mirada miraba mi boca, como si mi boca fuesen mis ojos. Mi boca presa en esa mirada se puso a temblar. Duró un siglo, un segundo”. Su nombre era Julián Martínez. Era el primo de su marido, un diplomático que Manuel Mujica Láinez había caracterizado como: “Un tipo estupendo, el hombre más buen mozo de su época”.
De regreso a París, el fantasma de Julián rondaba los insomnios de Victoria. Los ojos de él crecían durante el día, y por las noches eran enormes y lo llenaban todo. “Invitémoslo a ver el Ballet ruso, así se desasna”, le propuso Victoria a su por entonces marido. Así volvieron a encontrarse. Ella estrenó un traje de lamé azul y no supo cómo contener la tentación de mirar todo el espectáculo tomados de la mano. Recordaba así aquella noche: “Estaba ausente. Anonadada por lo que hubiera podido ser y jamás sería. Sentada entre los dos primos, tan diferentes, sabía que no tenía nada que ver con alguien a quien estaba ligada por la ley, y que una afinidad física, de la que desconfiaba, me arrastraba cada vez más hacia el otro. Cuando le di la mano creí que no iba a poder soltársela”.
Victoria Ocampo supo que la eternidad dura un año y medio. Ese es el tiempo que tardó en volver a verlo. El regreso con su marido a Buenos Aires fue angustioso. Ahora que conocía la libertad de imaginar a Julián, se sentía encerrada al lado de Luis. Vivían en la misma casa, pero ya no compartían la cama. Tampoco volvieron a compartir viajes. Ella iba sola a las numerosas reuniones sociales a las que era convocada; en las fiestas, su compañero para bailar el tango era siempre Ricardo Güiraldes. El marido contrató un detective privado para investigar lo que hubiera descubierto por sí mismo si tan solo la hubiera mirado a los ojos. La relación estaba definitivamente acabada. Si ella no se divorció fue para no contrariar los rancios principios de su padre, quien estaba enfermo. Una noche, en el Teatro Colón, el corazón le dio un vuelco: vio en un palco a Julián Martínez: “Levanté los ojos y me encontré con los suyos. Caí en el fondo de esa mirada. Caí desmayada. Un relámpago: el paisaje de la eternidad”. Él se acercó de una manera inevitable, definitiva. Victoria supo que aceptaría el desafío. Comprobó para siempre: “Quien prueba el amor ya no puede dejarlo”.
Escribió Victoria: “Nuestros cuerpos no necesitaban de nosotros para entenderse. No teníamos nada que enseñarles. Nos deseábamos más allá del deseo”. Pero como el deseo se potencia cuando es prohibido, en 1920, cuando muere su padre y concreta el tan postergado divorcio, la pasión por Julián comenzó a decaer.
Luego de pasar un verano en el chalet de Victoria en Mar del Plata, descubre que se ha apagado esa atracción que la mantenía constantemente encendida. Por entonces, invitado por ella, vendrá a Argentina un poeta bengalí: Rabindranath Tagore. Lo alojó en su casa de San Isidro y se enamoró perdidamente de él, echándose a la puerta de su cuarto “como un animal”, pudiendo respirar solo entre sus brazos, como escribió en sus Memorias.
Fueron muchos los hombres que quedaron prendados de su belleza: Albert Camus, Jacques Lacan, André Malraux, José Ortega y Gasset. Ella nunca fue avara con su deseo, pero su corazón fue adonde lo llevara ese poeta indio que la convirtió en su fuente de inspiración.