Pepe Biondi, el payaso más entrañable de la televisión argentina

Fue el símbolo más puro del humor ingenuo y cotidiano. La inmensa mayoría de los que reían a carcajadas con sus ocurrencias desconocía la triste historia de vida de aquel hombre.

Cada hombre libra su propio combate personal. Un combate cuyo resultado solo se conoce con la muerte, porque según como se muera se resulta vencido o vencedor”, reza una frase de Ernie Pike, uno de los personajes más emblemáticos de Héctor Germán Oesterheld. Pepe Biondi fue un hombre en constante lucha con sus demonios, pero llegó a convertirse en el mayor ícono humorístico nacional.

Nació el 4 de septiembre de 1909, hijo de inmigrantes napolitanos, José Biondi, de quien heredó el nombre, y Angela Cavalieri. Era el tercero de ocho hermanos, se crio en el seno de una familia humilde, en el barrio de Barracas, en el sur de la ciudad. El circo fue su escuela, pero también marcó a fuego su infancia. El drama, no la diversión, lo hizo entrar al mundo del circo. Pepe tenía siete años cuando el circo Anselmi llegó a su barrio. En su autobiografía, rememoró: “Un día pasó un circo y un payaso, el negro Chocolate, le propuso a mi madre llevarme con él. Le voy a enseñar un oficio, señora, le dijo. Era un circo miserable, pobrísimo. Pero mi madre me dejó ir: iba a ser una boca menos para comer”.

Aquella época fue traumática. Aunque nunca quería recordar esos años, alguna vez confesó: “Comprobar que un tipo que no es nada de uno nos pegue porque no podemos hacer una prueba o un salto es muy triste. Así era Chocolate conmigo. Me decía: Hacé un salto mortal. Si no me salía, me agarraba a trompadas. Así anduve con él siete años, hasta los catorce”.

En 1930, Pepe Biondi debió hacer el servicio militar. Escabulléndose del cuartel, en vez de realizar insoportables tareas administrativas, aprovechó su tiempo para aprender a leer y escribir y, desde ese momento, se convirtió en un ávido lector. Una vez terminada la colimba, conoció a Dick (Bernardo Zalmar Ber Dyorkin), un inmigrante ruso con quien haría un dúo artístico a lo largo de 23 años. El dúo con Dick tuvo un rápido suceso en teatros y clubes nocturnos, y en 1939 le permitió a Biondi tener su debut cinematográfico con un rol secundario en Cándida –protagonizada por Niní Marshall– y participar, al año siguiente, de Flecha de Oro, junto a Pepe Arias.

Pasarán muchos años hasta que el actor conozca una cara más amable de la vida. En 1947, luego de varias giras por países limítrofes, decidió probar suerte en México. Le escribió una carta a los empresarios de El Patio, una de las salas más prestigiosas de la capital mexicana; tenían algunas referencias de su número y finalmente lo contrataron. El debut llegó el 10 de octubre de ese año y el éxito fue arrasador. A partir del segundo día, le ofrecieron cerrar el espectáculo, desplazando nada menos que a Josephine Baker, quien era la estrella indiscutible del momento en todos los escenarios del mundo.

Después de México, fue a probar suerte a Cuba y consiguió un impresionante suceso, primero en radio y luego en el famoso Tropicana de La Habana. Más tarde regresó a México y hasta se animó a llevar sus espectáculos a España, donde también tuvo buena repercusión. Hacia 1950, el engalanado trotamundos ya se había convertido en una leyenda televisiva. En 1968, comenzó Viendo a Biondi, un programa que alcanzó picos de audiencia jamás igualados en la rica historia de la televisión argentina; la emisión más vista de aquel ciclo tuvo la presencia de Ringo Bonavena, que alzó vertiginosamente el rating a 62 puntos.

Etapa final

En el año 1971, ya cumplidos sus 62, fue su última aparición en la televisión. Al año siguiente, las autoridades de Canal 13 no le renovaron el contrato.

Como pocos –muy pocos– de los que han transitado los sets de televisión, merece ser recordado como artista. Trabajó en más de diez países y tuvo éxito en todos ellos, fue un ­incesante creador de expresiones y palabras que no se han borrado del imaginario popular, cuya sola repetición lo evocan, instantáneamente, de cuerpo entero: “¡Qué fenómeno, m’hijo!”, se le escuchaba cada vez que la mala suerte lo castigaba con un desaire.

O “patapúfete”, palabra que no tenía significado alguno, pero que expresaba, onomatopéyicamente, la desgracia. Será difícil que algún otro artista pueda dejar una marca tan honda en sus espectadores, quienes aún sienten el honor extraño de haberlo podido disfrutar.

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