Cultura

Roberto Goyeneche: un Polaco llamado Buenos Aires

Su arte para cantar los puntos, las comas y hasta los silencios lo hicieron uno de los mayores intérpretes de la historia del tango.

El niño, con un ademán sobreactuado, llevó la mano al corazón y cantó un tango. Ese fue su primer recital. Su único público: la madre que lavaba la ropa en la pileta. Luego el cantor, en pantalones cortos, salía a jugar a la vereda. Y siguió cantando, en los bares, en la soledad de un sótano con algún billar; mientras trabajaba como mécanico o como chofer de taxis y de colectivos. Así fue haciéndose una voz única, nacida de lo más hondo de sus entrañas, allí donde la sensibilidad es un mago de infinitos recursos.

Nació el 29 de enero de 1926 en Saavedra, provincia de Buenos Aires. El Polaco era descendiente de vascos. Su padre murió cuando él tenía 3 años; lo recordaba como un hombre bueno porque su madre no se cansaba de dibujárselo en palabras. Una vez, de niño, tiró un cubierto al terreno de al lado, entonces su padre le pegó una palmada en la cola y le dijo: “Vaya a buscar eso”. Dijo el Polaco que con ese reto le enseñó el respeto a los demás, para siempre. Con respecto a su madre, cada vez que hablaba de ella se emocionaba: “Fue mi guía absoluta. Cuando voy a salir a cantar les pido a mi madre y a mi Virgencita que me hagan cantar bien”.

Sin tener ninguna formación académica, a los 18 años se presentó en un certamen de voces, en el Club Federal Argentino. Su presentación fue tan extraordinaria que rápidamente pasó a formar parte de la orquesta de Raúl Kaplún. Sin embargo, aún alternaba esta vocación artística con la de ser chofer de colectivos de la línea 519. Algunos empleadores de Goyeneche afirmaban con cierta nostalgia que con frecuencia interrumpía el recorrido para realizar presentaciones con la orquesta de Horacio Salgán, donde lo bautizarían como “Polaco”.

En esa época, cuando terminaba su jornada laboral, solía escaparse -de traje y con alguna bufanda- a los bares de malamuerte de Callao, esquina Corrientes. Una vez, casi a las 9 de la mañana, un día de pleno invierno, un tachero le gritó: “Polaco, ¡qué madrugón te mandaste!”. Y él contestó: “¿Madrugón? Vengo de jugar al billar, todavía no me acosté”.

A mediados de los 60, el Polaco se lanzó como solista, pero no le resultó fácil. La masificación de la televisión y la emergencia de la “nueva ola” hicieron que el tango perdiera terreno. En su carrera siempre hubo momentos de regreso a foja cero, como si jamás se hubiese consagrado artísticamente. Quizá allí esté el secreto del Polaco: la fuerza interna que lo hizo ponerse de pie cada vez que estuvo acorralado.

No obstante, apareció una persona que sería fundamental en su vida, Atilio Stampone, con quien grabó una serie de discos con temas que se volverían clásicos en su voz. Cuando le preguntaron cuál era su autor preferido, respondió: “A mi me gusta Lepera, pero el hombre que más lejos me lleva es Homero Espósito. Tuve la fortuna de que él me dijera que a las canciones les canto las comas, los puntos, los silencios. Eso no me lo dijo el verdulero de la esquina, me lo dijo nuestro Homero”.

El desafío más grande de su carrera llegó cuando cumplió 30 años: pasó a formar parte de la orquesta de Aníbal Troilo. Su sueño siempre había sido cantar con Pichuco. Cuando llegó a la orquesta, un día sintió que las cosas no iban bien. Troilo se dio cuenta de su preocupación, y entonces se acercó y le dijo: “¿Qué le pasa, pibe?”. El Polaco contestó con la cabeza baja: “Pasa que yo siempre quise cantar con Aníbal Troilo, y ahora que estoy con Aníbal Troilo quiero hacer todas las cosas bien y me salen todas mal”. La réplica fue inmediata: “No sea tonto, viejo, que yo siempre quise acompañar a Goyeneche. Estamos en la misma”.

Tango y rock, una grieta que se cerró para siempre

El Polaco llegó a grabar cerca de 100 discos y fue acompañado por las más prestigiosas orquestas: Pontier, Pugliese, Piazzola y la Filarmónica del Teatro Colón. Además, fue capaz de otra proeza: disolver cualquier tipo de rivalidad entre el tango y el rock.

Participó del rodaje de la película Sur (de Pino Solanas) junto a Fito Páez; fue el padre espiritual de Charly García; grabó Naranjo en flor junto a Andrés Calamaro; y fue amigo de León Gieco.
Una neumonía se lo llevó el 27 de agosto de 1994. Poco antes de morir, le preguntaron cómo se definiría a sí mismo y respondió: “Yo soy bueno el noventa y nueve y medio por ciento de los días del año. Porque todos tenemos bondad y maldad; pero no hay caso, la maldad mía no aflora nunca”.

Noticias Relacionadas