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Al rescate de un escritor platense: Roberto Themis Speroni

Admirado por Leopoldo Marechal y Ana Emilia Lahitte, entre otros, su obra literaria mantiene la vigencia de la literatura que alcanza la belleza.

"Es un gaucho”, le dijo el abuelo extendiéndole el dibujo. El niño tenía 6 años, y en un papel comenzó a imitar la imagen, el sombrero echado hacia atrás, el pañuelo al cuello, el rebenque en una mano. La mano experta le iba guiando por momentos el pulso. Roberto Themis Speroni guardaría siempre ese dibujo que una tarde de domingo hizo con su abuelo José Speroni, el gran pintor, quien sería uno de los pioneros de la plástica platense y el responsable de pintar la cúpula del edificio original del Teatro Argentino.

Roberto Themis Speroni nació en La Plata el 29 de septiembre de 1922. Cuando tenía seis años, su familia se trasladó a City Bell, lugar que se refleja en su poesía, y al que le fue fiel hasta su último aliento. Allí se puede caminar por una calle que lleva su nombre. Pasó su infancia en una casa de la calle Cantilo entre 17 y Sarmiento. Cursó sus estudios primarios en la Escuela N° 12; y la secundaria, en el Colegio Sagrado Corazón de Jesús.

Ejerció el periodismo en distintos medios gráficos de nuestra ciudad y de Buenos Aires. Integró el grupo “Ediciones del Bosque”, un sello editorial creado hacia 1948, que publicó, sin fines de lucro, a numerosos poetas y prosistas de la provincia de Buenos Aires: Vicente Barbieri, Horacio Nuñez West y Aurora Venturini, entre otros.

A los 22 años publicó su primer libro de poemas:Habitante único. Sus temas son la muerte, el amor, la amistad, el hombre y su relación con Dios. Fue una campana orgullosa y ronca. “Un hombre que por mirar cada muerte en las estrellas, se olvidó de los chacales, de las cucarachas”, dijo Speroni al presentarse a sí mismo alguna vez.

Estaba convencido de que la escritura, para no ser sombra agónica o ademán inconcluso, debe nacer de una experiencia profunda, de una fuerza nacida de la sangre y la inteligencia: “Nada se levanta de su propio centro sin esa seguridad alucinante que determina a los artistas”, agregaba.

Como casi todos los poetas, tuvo que encontrarse las más diversas ocupaciones para cumplir con sus necesidades. Vendía puerta por puerta la Enciclopedia Británica; con lo ahorrado pudo dedicarse al rubro de la gastronomía, abriendo una rotisería. Pero, aunque estuviera limitada por el poco tiempo disponible, nunca renunció a su vocación poética. No se arrodilló ante nadie, “salvo ante el amor y la tragedia”.

El también poeta platense, Rafael Felipe Oteriño, recuerda: “Yo lo visitaba en su casa de City Bell y lo frecuentaba en la confitería del Círculo de Periodistas, adonde concurría entre las 11 y las 13 a beber su copa de vino y fumar sus Particulares o Fontanares negros, sin filtro. En esos años –principiaba la década del ´60- Speroni no desempeñaba ningún trabajo convencional; el sostén de su familia estaba en manos de su mujer, y él distribuía su tiempo entre labores rústicas, como tallar un tronco o afilar un hacha, y la práctica ininterrumpida de la poesía”.

Vivió en City Bell, donde murió el 28 de septiembre de 1967. Tenía cuarenta y cinco años. Pidió que no se hiciera de su perfil una medalla, sino que se levantara en su re­cuerdo una arboleda: “Construyan donde mi hueso queda, un campo de silencio o de batalla”. Leerlo es caminar por esa arboleda que nos dejó. Algunos recuerdan su voz de bajo profundo al leer poesía. Los que no lo conocimos podemos imaginarlo con nuestra propia voz. “Algún día, esta violenta voz que me acompaña hoy, tendrá vigencia. Allí estará mi tiempo”, profetizó alguna vez. Leerlo es hacer que ese tiempo sea este.

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