CULTURA

Arthur Rubinstein: un músico genial que estuvo de visita en La Plata

Fue uno de los más grandes pianistas del siglo XX. En la década del 50 estuvo en nuestra ciudad y quedó fascinado con el Teatro Argentino.

Extrovertido, profundo, ingenioso, conversador admirable en siete idiomas, capaz de hablar con la misma fluidez sobre una obra de Sartre o sobre la vida de algún músico célebre. Así era Arthur Rubinstein, un ser de vitalidad abrumadora.

Nació en Lodz, Polonia, el 28 de enero de 1887. Fue el séptimo hijo de una familia de tejedores. Empezó a estudiar piano a los tres años. A los 17 debutó en Paris, con tal éxito, que decidió afincarse allí.

Dos años después daría su primer concierto en los Estados Unidos, en el Carnegie Hall, con la Orquesta de Filadelfia. Recordaría Rubinstein: “De joven era vago. Tenía talento, pero había muchas cosas en la vida que me interesaban más. Grandes vinos, mujeres guapas, en la relación 20% y 80%, respectivamente”. Era un bon vivant que sabía distinguir de manera infalible los mejores vinos, los mejores habanos y las mejores telas. A la manera de los marineros, en cada puerto en el que recalaba con su música, vivía un amorío. En 1932 sentó cabeza, se casó con Aniela Mlynarski. Cuando los nazis invadieron París, se radicó con su familia en los Estados Unidos.

En 1917 llegó por primera vez a Argentina. Estaba fascinado por América Latina, por sus inmensas posibilidades artísticas e históricas. Recorrió el continente de punta a punta. “La Tierra Prometida”, la llamó en sus memorias, My many years, publicadas en 1980. Actuó en el teatro Odeón, entre el público había una anciana dama paraguaya, Susana Rodríguez Viana, quien se acercó a saludarlo con veneración. Era la viuda del presidente Manuel Quintana. En su autobiografía recordaría: “Doña Susana fue la amiga maternal más devota; su recuerdo perdura siempre en mi corazón. Me abrió su casa, me dijo: Su cubierto está puesto; venga a almorzar o cenar cuando quiera”. Y agregaría unas palabras en las que se nota el pulso conmovido: “El día de nuestra despedida me regaló una perla del más bello oriente, que había pertenecido a su marido. Yo la he llevado en mi corbata todos los días de mi vida hasta el momento en que escribo estas líneas”.

En ese primer viaje, tuvo oportunidad de escuchar a un músico argentino: “El joven talentoso Carlos López Buchardo, que no le debía nada a nadie. Por desgracia, pertenecía a la clase alta argentina, y había aprendido de ella la principal virtud, la pereza”. Cuando volvió a nuestro país, hacia fines de la década del treinta, otro músico joven se acercó a saludarlo al Teatro Colón. Era Astor Piazzolla, quien por entonces tenía 18 años. Al escuchar a Rubinstein decidió escribir un concierto para piano, especialmente para él.

En el invierno de 1951 vino a tocar por última vez en nuestro país, en la que consideraría su mejor temporada: “Yo estaba encantado de regresar a mi querida Argentina, a la que debía tanto”. Fue entonces que lo invitaron a tocar en el Teatro Argentino de nuestra ciudad. Primero quiso conocer la sala, recorrerla en detalle, apreciar su acústica. Esa noche se vendieron todas las localidades. El organizador del espectáculo, a la tarde, quiso guiarlo en una recorrida por La Plata. Rubinstein, sentado al piano, le dijo: “Luego”. Pasaron las horas, llegó la noche. El maestro no se había levantado de su taburete, como si fuera un novato ante su primer concierto. Arthur Rubinstein ya tenía 64 años y su talento había sido ovacionado de pie en los principales escenarios del mundo. Al final del concierto, un periodista quiso saber: “¿Qué le pareció La Plata?”. Rubinstein sonrió: “Una ciudad es su gente. El de esta noche ha sido un público muy sensible”.

Tenía un profundo compromiso con su arte –que lo llevó a estudiar hasta el último día de su vida-, pero también un compromiso inquebrantable con sus ideas. Cuando Mussolini desató la campaña antisemita recibió una tarjeta acompañando la devolución de una condecoración italiana: “Arthur Rubinstein, pianista judío”.

Una ceguera progresiva lo obligó a alejarse de los escenarios a los 89 años. Su última actuación fue en el Wigmore Hall, de Londrés. Así se despidió este artista llamado por el novelista alemán Thomas Mann: “Un virtuoso feliz”.

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