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Cole Porter, una perfecta fábrica de música

Fue uno de los mayores compositores de jazz de Estados Unidos, autor de más de 1.000 canciones, muchas de las cuales permanecen como clásicos.

Era un hombre rico en todos los sentidos de la palabra. Su abuelo, talando un terreno, encontró petróleo. El nieto creció entre las mieles de esa herencia. Nació el 9 de junio de 1891 en una localidad de Indiana llamada, curiosamente, Perú. Su abuelo quería que fuera abogado para velar por los intereses de la familia y lo envió a la Academia Worcester en 1905. Llegó a ser el primero de su curso, lo que le valió como premio de su abuelo el regalo de un viaje a Francia, Suiza y Alemania. Pero había demostrado, tempranamente, que su vocación era otra. A los 6 años, instado por su madre, empezó a tomar lecciones de violín; a los 10 compuso una opereta, a los 11 hizo sus primeros valses y a los 24 estrenó la primera de sus incontables comedias musicales, su título: See America First.

Cuando Estados Unidos entró en la Primera Guerra Mundial - en 1917-, Cole Porter se encontraba en Francia y se alistó de inmediato en la Legión Extranjera dedicándose a tocar el piano para los soldados acantonados en África, lo que le granjeó una condecoración.

En su juventud fue un dandy que dejó su estela por toda Europa. Daba fiestas en las que la droga corría a raudales. En una de esas reuniones conoció a Linda Lee Thomas, una divorciada casi tan rica como él que le llevaba ocho años y con la que se casó en 1919.

Formaba parte de la llamada alta sociedad –que se enorgullecía de reconocerlo como uno de los suyos-, la cual peregrinaba devotamente al palacio Ca’ Rezzonico en el Lido de Venecia, que alquiló en 1926. Todos los veranos contrataba grupos de jazz para solaz y esparcimiento de sus amigos.

Cuando advirtió que sus suntuosas costumbres de bon vivant lo hundían en una ociosidad de la que no nacía ninguna obra, se llamó a retiro y comenzó a producir, indeteniblemente, canciones y comedias musicales para el cine, la radio y el teatro. Una obra que le dio un brillo genuino que no puede comprarse con ningún dinero ni privilegio del mundo.

Algunas de sus obras suelen reaparecer en los escenarios de las principales capitales del mundo, como La divorciada alegre, The New Yorkers, Bésame, Kate, Anythings goes o Born to dance. Su talento le permitía componer música y letra con idéntica destreza. El único capaz de hacerle sombra por entonces era Irving Berlin, quien pese a no saber leer música había compuesto cerca de 3000 canciones y era unánimemente admirado en Broadway. Ambos se respetaban y detestaban al mismo tiempo. Irving lo llamaba “El Rata Porter” y Cole apodó a su adversario “El Ratoncito Gris”. Las pullas nunca ocultaron la admiración recíproca. Cuando Porter estrenó Can-can -en 1953-, Berlin le escribió: “Digo, parafraseando una vieja canción, todo lo que yo puedo hacer, tú lo haces mejor”.

Fue el responsable de algunos de los principales musicales de la historia del cine: Broadway Melody (1940) y You’ll never get rich (1941), ambas con Fred Astaire; The pirate (1941), con Judy Garland y Gene Kelly, High Society (1956), con Bing Crosby, Frank Sinatra y Grace Kelly; y Les Girls (1957), con Gene Kelly; además de una inspirada versión televisiva de Aladdin, del año 1958.

En 1937 Cole Porter cayó de un caballo y se fracturó las piernas. Les puso nombres: “Josefina” a la izquierda y “Geraldine” a la derecha. Fue sometido a más de 30 operaciones, al cabo de las cuales le amputaron una de ellas.

La desgracia no amordazó su creatividad y siguió componiendo canciones. Hasta el final fue un hombre entregado a la experimentación: inventó formas melódicas, introdujo sonoridades tribales y músicas provenientes de las tierras más remotas. Pese a que no era judío compuso canciones de indudable textura hebrea, como My Heart Belongs to Daddy, inmortalizada por Marilyn Monroe.

Juan Gelman, quien era un gran admirador de este compositor, dijo: “La riqueza de vocabulario, los juegos de palabras y la maestría rítmica de las letras de Cole Porter tienen resplandores”. Basta escuchar a Louis Armstrong en You’re the Top, para darle la razón.

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