Cultura

Cuando en el Parque Saavedra hubo peces de colores

Un suelto periodístico dando cuenta de una noticia policial en la ciudad cifraba una historia profundamente humana.

En un barrio de casas pobres y macilentas, allí vivían Carlos y Joaquín. La madre se fue de la casa hace tres años, cuando creyó ver la oportunidad de escapar para siempre de una vida de estrecheces. El padre vivía de changas, lo que fuera: albañilería, pintura, plomería. Pero en marzo de 2002 no se conseguía nada.

Se le había ocurrido la idea una semana antes, con la cabeza apoyada contra el vidrio mugriento de la ventana del bar, mirando sobre el mostrador una pecera en la que ondulaba melancólicamente un pez de un anaranjado desvaído. Recordó un acuario que veía todos los días cuando trabajaba en la obra. Al otro día, sería el cumpleaños del pibe. Ocho años. Pasó por el acuario. Al rato, entró furtivamente a la casa, y dijo:
—Mañana vamos a pescar.
—¿A dónde?
—A Parque Saavedra.
El chico agregó en voz baja, temiendo que el padre lo hubiera olvidado:
—¿Y el colegio?
El padre se pasó una mano rabiosamente por la boca, como si acabara de beber y se limpiara.
—¿Necesitás ir al colegio para aprender a festejar un cumpleaños?
El padre tardó en dormirse, escuchando la insistencia del viento en las chapas. En cualquier momento tendría que arreglar el techo. Pensó en lo que había hecho a la tarde; en las cejas boscosas, amenazantes, del dueño del acuario. Se quedó dormido pensando en la alegría del hijo.

Amaneció con calor. El padre, lento y cuidadoso, preparó las cañas; aunque sabía que lo más importante no eran las cañas, sino los frascos de boca ancha atados con un hilo grueso y largo.

Sentía un raro bienestar mientras tomaba mate, después de dejar humeando frente al hijo un tazón de chocolatada, que el chico tomó rápido, con una sonrisa ansiosa. Le cantó el Feliz cumpleaños con una voz ronca, desacostumbrada a cantar.

Hablaron poco lo que duró el viaje en el micro, pero los dos sonreían. “¿Van a pescar”, preguntó uno que pasaba por la plaza, prolongando una sonrisa burlona. Quedó resonando en la cabeza de Carlos el velado sarcasmo de esa voz. El niño vio al padre en su caminar perezoso hasta la orilla del agua. Estuvo allí un rato, mientras el chico iba aprestando los frascos y las cañas. Distrajo al hijo señalándole un pájaro oculto entre unas ramas y sacó de su mochila una bolsa que vació en el lago. El sol ya brillaba rabioso en el pasto. Se agachó para mover una rama por encima del agua, espantando algo. Llamó con un gesto al chico, que se sentó sobre el pasto, agarró con firmeza la caña y llevó el anzuelo lo más lejos que pudo de la orilla. Para él pescar era una espera ciega y estúpida, pero hoy era distinto. Con su hijo, todo era distinto.

El padre sacó de la mochila un frasco con alimento para peces. Lo tiró al agua, primero de a poco. Se quedó esperando un rato. Luego lo vació todo. Vio unos movimientos en el agua. Al principio, solo unas sombras. Luego, descubrió que todo era una reproducción perfecta de lo que había imaginado, desde aquel día que entró al negocio de su barrio donde venden peces y peceras.

Preguntó el precio de una pareja de peces de colores, sabiendo que, cualquiera fuera la respuesta, no podría pagarla. Esperó a que, ante la consulta de un cliente, el dueño se metiera adentro, para hacer lo que hizo. No se arrepintió de nada cuando vio a su hijo intentando contener la emoción al acercar sigilosamente el frasco navegando de costado, con la boca apuntando a ese pez rojizo que comía una espesa capa de alimento para peces que cubría como un techo la orilla del lago. El padre parecía hipnotizado por la sonrisa del hijo absorto en cada uno de sus movimientos. Al otro día arreglaría todo, diría que podría pagarle lo que salían esos peces dándole una mano de pintura al local, o haciéndoles algún arreglo. A fin de cuentas, no era tan grave lo que había hecho. Eso se repetía cuando entró al local y fingió mirar una de las peceras, mientras el dueño atendía a una clienta.

No se dio cuenta de que el dueño lo miró, al principio distraído, luego fijamente. Tampoco vio que tomó el celular, marcó un número y se fue adentro para hablar. De esa historia, lo único que se conoció fue lo publicado en un suelto, por un diario local, el 22 de marzo de 2002.

“Fue detenido el ladrón de un acuario, cuando al día siguiente volvió a merodear el lugar del delito. El comerciante lo reconoció porque las imágenes del robo habían quedado registradas en la cámara del local. La Policía intervino rápidamente apresando al delincuente”.

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