cultura

De amante a reina decapitada

Ana Bolena fue una de las seis esposas que tuvo el rey Enrique VII de Inglaterra, quien se peleó con la Iglesia para casarse con ella pero finalmente la mandó a ejecutar.

El 1° de septiembre de 1523, Ana Bolena se arrodilló ante el rey, y este le puso un manto de terciopelo carmesí y una corona de oro; además, le otorgó 1.000 libras al año “para el mantenimiento de su dignidad”. Con ese gesto, Enrique VIII había dado un paso insólito: había encumbrado a una mujer a par del reino.

Mujer decidida e inteligente, hablaba francés con soltura y poseía conocimientos de latín; destacaba en la danza, la música y la poesía, y vestía siempre a la última moda. Aunque Enrique le declaró su amor en 1526, ella se negó a ser su concubina porque sabía “lo pronto que se hartaba el rey de las que le habían servido como queridas”. Ana aspiraba a ocupar el trono de Inglaterra y, en consecuencia, coqueteaba con el monarca, se hacía rogar o se dejaba querer, sin embargo rehuía la consumación carnal.

Ella pertenecía a una de las familias más influyentes de la nobleza inglesa. Parte de su infancia transcurrió en Francia en la corte del rey Francisco I, y a su regreso a Inglaterra en 1522, pasó a ser dama de la reina Catalina de Aragón, hija menor de los Reyes Católicos. Llegó justo en el momento en el que su matrimonio con Enrique se tambaleaba: el rey quería un heredero y no lo tenía. Catalina de Aragón había tenido dos hijos varones, que nacieron muertos, y una hija, que sería la futura María I de Inglaterra.

Tal fue la obsesión de Enrique VIII de dar continuidad a su dinastía, que en 1527, cuando su esposa tenía 44 años, le llegó a pedir al papa la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón. Pero el papa Clemente VII se negó a conceder el divorcio. En ese momento, el rey ya mantenía una relación con Ana Bolena, a la que se le conocía por su atractivo y por la cual le había obstaculizado un posible matrimonio con un lord. Así, Enrique VIII decidió romper con Roma y casarse con su amante.

En cuanto a su belleza, los testimonios no concuerdan: bajita, morena, de boca y ojos grandes, según unos, admirable por su cabello negro azulado de irlandesa y sus grandes ojos negros, según otros. No se puede precisar la fecha en que Enrique VIII se prendó de ella, y no es seguro que su divorcio de Catalina de Aragón tuviese como causa directa su nueva pasión; sus desavenencias con Carlos V, tío de la reina, y su descontento de no tener un hijo con ella explican bastante su decisión. Pero no contaba con la oposición de Roma: Clemente VII, que se encontraba bajo la completa dependencia del Emperador, se situó en el laberinto inextricable de los trámites dilatorios.

Aquella batalla de sutilezas duró dos años, exasperó a Enrique VII y concluyó con la instauración de la reforma en Inglaterra. Ana Bolena no fue la causa de ello, pero si una especie de aguijón que hostigó al rey para la formación de una Iglesia anglicana. En 1532, acompañó a Enrique VII en una visita a Francisco I, quien la colmó de atenciones y le regaló un magnífico diamante. Al año siguiente, el rey se casó con ella en secreto, y el arzobispo Clinmestra- tras haber declarado la nulidad del primer matrimonio con Enrique VII- proclamó la legitimidad de la unión con Ana. Ella fue coronada en julio. Sin embargo, hubo una gran decepción: trajo al mundo no al varón esperado, sino una hija que, eventualmente, sería declarada única heredera. Nada más ni nada menos que la reina Isabel.

Por entonces ya no gozaba del favor del soberano. Su carácter obstinado disgustaba a Enrique VII, quien se fijó en Jane Seymour. Ana se mostró imprudente , se la acusó de mantener relaciones sexuales con varios integrantes de la Corte y fue encarcelada en la Torre de Londres por adulterio, juntamente con cuatro “cómplices” y su hermano lord Rochford. Compareció ante un tribunal de pares presidido por su tío, el duque de Norfolk, y fue condenada a muerte por unanimidad. Cabe suponer que el tribunal tuvo conocimiento de hechos abrumadores; pero Ana no confesó nada y proclamó su inocencia hasta el cadalso. Dio pruebas de gran entereza e incluso de lo que hoy llamaríamos humor negro. Al día siguiente de su muerte, Enrique VII, vestido de raso blanco, se casaba con Jane Seymour.

Noticias Relacionadas