El adolescente que cambió para siempre la poesía

Arthur Rimbaud tenía veinte años cuando dejó de escribir. Sus poemas están entre los más logrados de la lengua francesa y siguen ejerciendo una gran influencia.

Sus cuatro libros los escribió durante la adolescencia: Poesías, Cartas del vidente, Una temporada en el infierno, Iluminaciones. Posteriormente, también se publicaría su correspondencia. Su influencia fue decisiva para el surrealismo, los dadaístas y el movimiento beatnik norteamericano. Henry Miller en El tiempo de los asesinos, dijo que Rimbaud “devolvió la literatura a la vida”.

Arthur Rimbaud nació en Charleville el 20 de octubre de 1854, su padre era un capitán de infantería que abandonó a su familia siendo Arthur muy chico. Era un alumno brillante al que sus maestros admiraban por la precocidad de su talento literario. Algunos de sus primeros poemas fueron escritos en latín, idioma que dominaba con gran fluidez. Tenía quince años cuando escribió el poema Yugurta, cuando el director de la escuela lo leyó, dijo: “Nada ordinario saldrá de esa cabeza. Será un genio del bien o un genio del mal”.

Dijo Rimbaud: “El poeta se hace vidente mediante un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura; él mismo busca y agota en sí todos los venenos para solo quedarse con sus quintaesencias”. Este muchacho que llevó la poesía a la cima más alta, cuando tenía veinte años decidió dejar de escribir. Se llamó abruptamente a silencio. Se dedicó entonces a las más variadas ocupaciones por el mundo: fue comerciante en Yemen y Abisinia; exportador de café y caucho; traficó armas para Menelik II, rey de Soa, que conspiraba contra el emperador etíope Johannes IV; buscaba ahorrar el dinero suficiente para casarse y tener un hijo que fuera ingeniero.

Sus biógrafos se devanan los sesos tratando de reunir al poeta que fue con el comerciante en el que se convirtió. Su personalidad es tan huidiza como sus andares sobre la

tierra. Casi nunca estuvo radicado más de un año en algún lugar. Pasó de Francia a Bélgica, Inglaterra, Alemania, Austria, Chipre, cruzó a pie los Alpes para llegar a Italia, y anduvo en Africa por lugares a los que jamás había llegado el hombre blanco convirtiéndose, en palabra de su biógrafo Jean-Luc Steinmetz, en “esa versión del poeta de los tiempos modernos: el explorador”. Sentía que no le bastaría mil vidas para conocer todas las maravillas del mundo.

Desde Africa le escribió una carta a su madre en la que le dice: “No te puedes imaginar lo que es este lugar: ni un árbol –ni siquiera seco–, ni una mata de hierba, ni una parcela de tierra, ni una gota de agua dulce. Adén es el cráter de un volcán apagado, colmado hasta el borde por la arena del mar. Solo se ve y se toca lava y arena por todos lados, que no pueden producir la menor vegetación. Los alrededores son un interminable desierto de arena. Las paredes del cráter impiden la entrada del aire y nos asamos vivos en el fondo de este agujero como en un horno de cal”.

Las cartas que Rimbaud escribió desde Africa a la familia que le quedaba, revelan que llevaba una vida solitaria y de acción –“estoy rodeado de perros y bandidos”–, no hay una sola alusión a la literatura, como si esa herida secreta hubiera sido olvidada para siempre. Usaba año tras año la misma ropa de algodón para ahorrar cada moneda que ganaba. En Una temporada en el infierno, había escrito: “Volveré, con miembros de hierro, la piel curtida, el ojo furioso; por mi máscara se me juzgará parte de una raza fuerte. Tendré oro”. Esa profecía final falló: volvió a Francia con muy poco dinero y una pierna gangrenada que le tuvieron que amputar.

Rimbaud dijo que no encontró la manera de escribir un poema que pudiera leerse “con todos los sentidos”. Sospechó que era imposible. Quizá por eso dejó de escribir tan tempranamente. El resto de lo que tenía para decir, lo dijo viviendo. Cuando estaba en su lecho de muerte, Arthur le decía a Isabelle, su hermana, lo que veía despierto: “Columnas de amatista, ángeles de mármol y de madera, países de belleza indescriptible”. Murió en Marsella el 10 de noviembre de 1931. Tenía 37 años.

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