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El autor de algunas leyendas de Hollywood

William Goldman fue un guionista que ganó dos óscares, creador de personajes muy célebres y escribió un libro contando las entretelas de esa fábrica de sueños.

William Goldman fue un consumado y cotizado guionista de cine. El hombre que convirtió en leyendas cinematográficas a Butch Cassidy y a Sundance Kid. El autor de la mítica frase: “Hola, me llamó Iñigo Montoya. Tu mataste a mi padre. Prepárate a morir”. Premiado en dos ocasiones con el Óscar por Dos hombres y un destino y Todos los hombres del presidente, fue el guionista que logró plasmar en pantalla los escándalos periodísticos del caso Watergate, que finalizó con la dimisión del presidente norteamericano Richard Nixon; adaptó al cine la novela Misery de Stephen King y convirtió en película Maverick –una serie de los años sesenta–. Goldman también escribió grandes novelas –la más exitosa se titula La princesa prometida–, obras de teatro, crítica cinematográfica. “He visto mucho, he aprendido algo… la mayor parte, lamentablemente, demasiado tarde”, confesó alguna vez.

Lo cierto es que los hombres y mujeres del cine no suelen escribir sobre cine. Escriben, en cambio, libros sobre sus vidas, amistades, amores y contratiempos –como lo hicieran desde Charles Chaplin hasta Sofía Loren, pasando por Luis Buñel o Liv Ullmann–, pero es muy extraño que enfoquen directamente en su oficio. William Goldman es una excepción. Se decidió a narrar sus aventuras en el oficio del cine, su papel oculto, pero decisivo en la creación de tramas y personajes, y su valiosísima información sobre Hollywood, el predicamento del libretista y las dificultades para sobrevivir en un medio tan competitivo que tantas veces comete canibalismo.

El libro recibió elogios de buena parte de la prensa mundial. Goldman no es un personaje famoso, aunque sus películas sí lo hayan sido. Su virtud inicial es el humor, lo cual no le impidió formular observaciones serias. Este es el comienzo de su pequeño capítulo titulado Reuniones: “Quienquiera que haya inventado la reunión debió estar pensando en Hollywood. Creo que habría que considerar la entrega de Óscars para reuniones: Mejor reunión del año, Mejor reunión secundaria, Mejor reunión basada en material de otra reunión”. Pero muchos otros capítulos acribilla con sarcasmos a estrellas, productores, directores, ejecutivos de estudio, todos ellos envueltos en luchas casi irracionales por el dinero y la gloria esquiva.

La gran afirmación –casi bíblica– de Goldman respecto de los ejecutivos de los estudios es que “nadie sabe nada”. No saben cuándo una película se podrá empezar, ni terminar, ni estrenar. Tampoco saben por qué una película se convierte en un éxito y otra muy similar en un fracaso, ni están seguros sobre el valor comercial de ninguna estrella o adivinar cómo se obtienen los Óscars de la Academia, aunque ellos mismos dirijan la institución. Según Goldman, todo ejecutivo de las empresas de Hollywood se despierta cada mañana con la sospecha de que podrán echarlo ese mismo día, porque la movilidad en los altos niveles empresarios se hizo enorme y porque los mecanismos de ese subibaja son tan fulminantes como incomprensibles.

Identificar aquel mecanismo con la oposición de éxitos y fracasos equivale a no explicar nada. Poco después de su estreno, Los cazadores del arca perdida (1981) de Steven Spielberg ascendió al cuarto lugar en las recaudaciones cinematográficas norteamericanas, pero, cuando era solo un proyecto, había sido rechazada por todos los estudios de Hollywood antes de ser aceptada por la Paramount. El mismo juego del azar, subrayó Goldman, se trasluce en una resignada observación de David Picker, que fue ejecutivo de varios estudios durante muchos años: “Si yo hubiera dicho que si a todos los proyectos que rechacé, y hubiera dicho que no a todos los que acepté, el resultado final habría sido el mismo”.

Varias anécdotas protagonizadas por Goldman probablemente hayan molestado el ego de Robert Redford, Al Pacino, Robert Duvall, Alan Pakula y otros célebres personajes que desfilaron en el enorme muestrario de sus páginas. Pero nadie osó a criticarle el coraje de sus convicciones, porque también enunció sus propios errores y no sufrió de idolatría ante los nombres consagrados.

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