Cultura

El invento que revolucionó el mundo de los libros

Hacia mediados del siglo XX, un inglés puso los libros al alcance de todos, convirtiéndose de esa manera en el líder de las editoriales.

En 1887, con determinación y muchas arrancadas de pe­los, nació la editorial inglesa The Bodley Head. En un local apretado y gélido, John Lane y Elkin Matheus inauguraron un comercio de anticuarios de libros en los suburbios de Londres. Hasta el comienzo de la Gran Guerra, bajo un paulatino endurecimiento de las reglas, la editorial solo publicaba obras de “elegante decadencia”: los volúmenes de Fundamentos del siglo XIX de Steward Chamberlain y la Metafísica de las costumbres de Immanuel Kant. ¿El boca a boca los acercó a clientes particulares, que exigían cada vez con mayor frecuencia publicar autores populares de la época, como Arnold Bennet y Agatha Christie. En el peor mo­mento financiero de la editorial, John Lane se vio obligado a contratar a su sobrino Allen, el hombre que cambiaría para siempre el mundo de los libros.

Allen Lane nació el 21 de septiembre de 1902 en Bristol, en el seno de una familia de clase media. Cuando empezó a trabajar con su tío, sus días transcurrían entre bibliotecas, clases y traducciones, declarando su devoción por aquellos poetas que le gustaban mucho más que los rocosos volúmenes teóricos que publicaba su familia. Le gustaba mucho hacer vida social y no tardaría en convencer a destacados novelistas para incorporarse a The Bodley Head.

Las versiones son infinitas, ninguna concluyente. La más sólida indica que, en el verano de 1935, esperando el tren en Devon después de llevarle unos papeles a Agatha Christie para regresar a Londres, Allen Lane descubrió con mal humor que no traía nada para leer en el viaje de vuelta y que la estación no tenía un puesto de diarios. Sin lectura para distraerse, no tuvo más remedio que hacer el viaje pensando: los libros baratos de bolsillo ya existían en Inglaterra, pero su contenido y sus temas eran acordes con su cotización: mediocre. Lo que hizo Lane cuando inventó los Penguin Books fue poner a disposición del bolsillo más humilde los mejores libros de todas las épocas.

Al principio no convenció a nadie. Mucho menos a sus jefes de la Bodley Head: no solo los indignaba la pésima rentabilidad del negocio, sino que les parecía indigno que un buen libro costara lo mismo que diez cigarrillos sueltos. En julio de 1936 se cansó de buscar socios y tomó la decisión más importante de su vida: cortarse por las suyas y crear Penguin Books.

Con un capital de cien libras y solo diez títulos, el joven Lane hipotecó la casa de sus padres y abrió su empresa. Tuvo su primer golpe de suerte cuando los almacenes Woolworth’s y los ferrocarriles británicos se convirtieron en sus principales clientes. En seis meses, Penguin alcanzó el primer millón de ejemplares vendidos. La onda expansiva del exitoso proyecto editorial provocó el interés de los grandes periódicos londinenses: “Llegó el momento de afrontar el hecho de que la gente quiere libros y quieren libros buenos, y que están dispuestos, incluso ansiosos, por comprarlos si se presentan de manera directa, de forma inteligente y a un precio barato”.

En todos esos años, se realizaron varias colecciones con colores distintivos: naranja para la ficción, azul para las biografías y verde para las novelas policiales (una debilidad personal de Lane). Cuenta Juan Forn que la “pornográfica” novela de D. H. Lawrence, El amante de Lady Chatterly, fue el mayor best-seller de Penguin, solo superado por la Odisea de Homero.

El apelativo pocket book nace en esa época: el uniforme de las tropas británicas en la Segunda Guerra tenía un bolsillo en el que justo cabía un librito Penguin, y había tantos soldados con uno de esos en el bolsillo que el comando militar británico le exigió al gobierno que le duplicara a la editorial la cuota de papel. Penguin no tuvo competencia porque a ninguna otra editorial le interesaba tanto esfuerzo por tan bajo margen de ganancia. A Allen Lane nunca le importó: el vínculo entre sus lectores y los libritos del pingüino jamás se disolvería.

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