Cultura
Federico Fellini, el director de cine que construyó un mundo
Es considerado uno de los más grandes realizadores de todos los tiempos. Cuatro premios Óscar y títulos como La dolce vita, Amarcord, La strada, 8 y ½ alcanzan para dar la medida de su grandeza.
Todas las mañanas, el personaje que hace Alberto Sordi pasa en auto por una ruta a cuya vera hombres y mujeres trabajan la tierra, se asoma por la ventanilla y haciendo un corte de manga grita: “¡Lavoratori!”. Pero un día, luego de ese grito, el auto se le queda. Es una de las escenas más recordadas de Los inútiles, una película de 1953, en blanco y negro, que destila nostalgias pueblerinas y que le permitió a Federico Fellini alzarse con el León de Plata en el Festival de Venecia.
En su primera etapa como director, aquella que media entre Luces de varieté y la repercusión comercial y los escándalos provocados por La dolce vita, Fellini perfila su estilo en medio de la agonía neorrealista y la aparición de la camada de directores provenientes del Partido Comunista italiano. Fellini, en ese sentido, es un director de márgenes, periférico, desplazado a los costados (como ocurrió en nuestro cine con Leonardo Favio y su trilogía inicial, ubicada entre la Generación del 60 y el cine político de Solanas y Gleyzer).
Fellini creó un pueblo entero de personajes inolvidables, como Cabiria Ceccarelli, la prostituta de buen corazón que busca en las noches de Roma al hombre de su vida; Giulietta, el ama de casa que va a reuniones espiritistas; la cigarrera o el hombre en el árbol de Amarcord; Anita Ekberg paseándose en la Fontana di Trevi; Arnelia y Pippo imitando el resplandor de Ginger Rogers y Fred Astaire; o el viaje fúnebre de los cantantes de ópera en Y la nave va; el Mastroianni de 8 y ½ gateando desesperado debajo de una mesa inmensa para evitar pronunciar un discurso. Personajes gracias a los cuales Federico Fellini pudo desplegar sus fantasías que aún hoy nos siguen hechizando.
La fuerza de Fellini está en esa mirada provinciana descubriendo los excesos de una sociedad terminal y suicida. La dolce vita es, quizá, su película más representativa en ese sentido. Está Marcello Mastroianni, el periodista cholulo con ínfulas de literato, pero a su alrededor también pululan decenas de personajes decrépitos, extremos, grotescos, hermosos, intentando sobrellevar una existencia que no logran comprender y mucho menos manejar. En el momento de su estreno las reseñas hablaban de una mordaz crítica social, luego fue vista como una semblanza de tiempos lejanos y mejores. Una película que deja la sensación de que la fiesta terminó y solo quedan vasos rotos.
En primera persona
8 y ½, inmensamente valorada en los años 60, es una película de sesgo autobiográfico, en la que, encarnado por Marcello Mastroianni, Fellini muestra al desnudo sus traumas y obsesiones. Es Fellini en primera persona recorriendo su universo; los sueños y pesadillas son las del propio director.
Amarcord es la síntesis de los recuerdos de la infancia, su película más emotiva. Continúa con su mirada de provinciano pero al revés: abandona la gran ciudad y retorna a los orígenes. Las 20 historias que se cuentan en Amarcord dejan ver, de manera elíptica, el amor por los tiempos idos y su cáustica visión de la política italiana.
A partir de Casanova, de 1976, Fellini filma la decadencia, la vejez, la muerte. En la película Giacomo Casanova –monumentalmente actuado por Donald Sutherland–, viejo bibliotecario de un castillo de Bohemia, recuerda en la soledad de sus años finales sus viajes de juventud por todas las capitales de Europa guiado por su insaciable deseo de mujeres.