cultura

El nacimiento de Alicia en el País de las Maravillas

Se trata de un clásico de la literatura universal, pero surgió como una improvisación arriba de un bote.

El 4 de julio de 1862, un tímido y melindroso catedrático de Oxford que escribía bajo el seudónimo de Lewis Carroll conjuró una de las historias más celebradas de la literatura universal: Alicia en el País de las Maravillas. Un libro que cambiaría para siempre la historia de la llamada literatura infantil. Desde entonces, el libro ha sido traducido a más de cincuenta idiomas –desde el árabe hasta el zulú– e ilustrado por infinidad de artistas, incluidos Salvador Dalí y Walt Dísney. De todos los milagros que jalonan las historias de nuestra literatura, pocos son tan sorprendentes como el nacimiento de esta obra.

Es una historia icónica que vale la pena rememorar. Una tarde de julio de 1862, el reverendo Charles Ludwidge Dodgson –quien también era un extraordinario profesor de matemáticas–, acompañado de su amigo, el reverendo Robinson Duckworth, llevó a las tres hijas pequeñas del doctor Lidell –rector de la Christ Church–, a dar un paseo en bote de cinco kilómetros por el Tamesis, desde el puente Folly, cerca de Oxford. “El sol quemaba tanto –recordará años más tarde Alice Lidell– que tuvimos que desembarcar en los prados junto al río, abandonando la barca para buscar refugio en el único trocito de sombra, al pie de un almiar recién hecho. Aquí surgió de las tres la sempiterna petición de: cuéntanos un cuento; y así empezó el delicioso cuento”.

De regreso, Alice le pidió a Dodgson que volcara al papel las aventuras. Él respondió que lo intentaría y se sentó toda la noche a escribir el relato, añadiendo numerosas ilustraciones a tinta. Más tarde, el pequeño volumen titulado Las aventuras de Alicia bajo tierra fue a parar a una mesa del salón de la rectoría. Tres años después, en 1865, la editorial MacMillan publicó el relato en Londres con el seudónimo de Lewis Carroll y el título que hoy conocemos todos: Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. Años después, cuando Alice se había casado, el autor le dijo: “He tenido infinidad de amiguitos desde aquellos días; pero, para mí, todos han sido algo muy distinto”. Seis años después de la primera edición, se publicó una segunda parte titulada Alicia a través del Espejo y lo que Alicia encontró allí.

Por su parte, el reverendo Duckworth recordaba el paseo con un alucinante nivel de detalle: “Yo iba de popel y él de proel en la famosa excursión a Godstow, con las tres señoritas Lidell como pasajeras nuestras; y el cuento se compuso y se contó literalmente sobre mi hombro, en atención a Alicia Lidell, que iba de patrón en nuestra canoa”. En ese momento, Duckworth se dio vuelta para preguntarle a su amigo si se trataba de una de sus historias improvisadas y éste le contestó: “Sí, la estoy inventando mientras navegamos”.

No obstante, que la caída y las exploraciones de Alicia, sus encuentros y descubrimientos, los silogismos, los juegos de palabras, los sabios chistes, todo con su fantástico y coherente desarrollo, se hubiera inventado allí mismo (a medida que se contaban) parece imposible. En ese sentido, el poeta ruso Osip Mandelstam afirmaba que es ingenuo que los lectores crean que el texto que tienen delante nació completo de la frente del poeta sin un gran caos de versiones previas. Ninguna composición literaria, dice Mandelstam, es fruto de un instante de inspiración, sino un arduo proceso de prueba y error en el que se avanza a través de la experiencia.

En el relato, Alicia está equipada con una sola arma para su viaje: el lenguaje. Es mediante las palabras que atraviesa el bosque del gato de Cheshire y el campo de croquet de la Reina. Es con las palabras que Alicia descubre la diferencia entre las cosas que son y las que parecen ser. Son sus preguntas lo que saca a la luz la locura del País de las Maravillas. En ese marco, podemos tratar de encontrar la lógica en la locura, como hace la duquesa al añadir una moraleja a cualquier cosa, por absurda que sea, pero –como le dice Alicia al gato– la verdad es que no podemos elegir: sigamos el camino que sigamos, nos encontraremos rodeados de locos, y debemos usar el lenguaje lo mejor que podamos para aferrarnos a lo que consideramos nuestra cordura.

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