Cultura

Horacio Castillo, un poeta griego nacido en Ensenada

Vivió en la ciudad de La Plata, fue miembro de la Academia Argentina de Letras y de la Real Academia Española. Su obra poética fue traducida a varios idiomas.

Nació en 1934, frente al Astillero Río Santiago. Para Horacio Castillo, Ensenada no está sobre el Río de la Plata, sino a orillas del mar Egeo: “Y si cruzo el puente levadizo –que ya no está–, ­desemboco en las callejuelas del barrio Plaka, en Atenas, y me siento a tomar una portokalada (naranjada) en una taberna de la calle Pandrosu donde venden las pesadas cuentas azules de las que habla un poema de Elytis”.

Intentando conversar con inmigrantes y marinos griegos, fue aprendiendo los primeros rudimentos del idioma. A los 26 años se dedicó al estudio sistemático del idioma, tanto en su versión antigua como moderna, y tradujo a los mayores poetas griegos contemporáneos. Hizo dos viajes en barco y mantuvo una intensa correspondencia con escritores de ese país, con el que se sentía muy ligado, como si parte de sus raíces se hundieran misteriosamente en esas tierras: “Me consideré un inmigrante, y todo lo que se relacionaba con la vida diaria lo iba refiriendo al griego. Si tomaba agua, me decía a mí mismo neró; si compraba azúcar, pensaba zájari; si llovía, murmuraba reji”.

Hubo varios episodios de su infancia ensenadense que quedaron grabados en su memoria. Uno de ellos fue la inundación de 1940, cuando el agua alcanzó los dos metros de altura y obligó a los vecinos a refugiarse en las pocas casas de dos plantas o con altillos. Otra experiencia terrible para ese niño fue el incendio del petrolero San Blas, ocurrido en una madrugada de 1944. Durante muchos años recordaría el resplandor del fuego y el temor de la gente de que las llamas avanzaran sobre la ciudad. Imágenes que se mezclaban con un rumor sordo, lejano, confuso, que se escuchaba por las noches, provocado por la procesión de vacas arreadas hacia los frigoríficos por hombres a caballo que gritaban revoleando el rebenque.

Sin duda, fue el más griego de los poetas argentinos. Y veía a Grecia allí donde estuviera, por eso fue capaz de extremar la analogía llamando a nuestra ciudad “la Atenas del Plata”: “No es hinchazón romántica ni inflexión declamatoria. Lo griego, por lo pronto, inspiró la concepción misma de la ciudad, cuyo cuadrado fundacional constituye un tributo a la divina proporción y al concepto de kosmos (orden) elaborado por el mito y el logos”. Y reforzaba su hipótesis con muestras concretas de la edificación y los monumentos de la ciudad: “Esa adhesión quedó estampada en tres edificios claves y a través de los tres órdenes clásicos: el dórico en el Cementerio, el jónico en la Legislatura y el corintio en el Museo. Idéntico espíritu impregnó la plástica urbana, que reprodujo la amazona de Fidias, el discóbolo de Mirón y los luchadores de Creugas y Damóxeno, entre otras piezas escultóricas que sembraron el ejido”.

Para Horacio Castillo, la influencia renacentista y europeizante no había alcanzado a borrar lo que permiten apreciar viejas fotografías: “La Plata parecía una réplica de la Atenas de Pericles. Sus palacios, sus avenidas, sus jardines, su arboleda, su estatuaria, remedaban esa polis sagrada, y hasta la Catedral trunca –como un Partenón sui generis– parecía rendida a dicha filiación estética”. Tales connotaciones urbanísticas fueron reafirmadas por Joaquín V. González en la casa de altos estudios: “No es casual que González modificara el sello de la Universidad reemplazando la alegoría de la ciudad por la imagen de Atenea: la ciudad se ponía bajo la advocación de la sabiduría”.

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