cultura
Los escalofriantes inicios de la guillotina
Hacia fines del siglo XVIII comenzó a aplicarse este instrumento de muerte en Francia, ideado por un médico y aplicado tanto por la realeza como por los que la derrocaron.
En 1789, el médico Joseph Ignace Guillotin inventó un artefacto para que los condenados a muerte fuesen ejecutados sin sufrimiento. Una idea que atravesó un umbral que parecía inexpugnable. En esa época, los hombres y las mujeres eran ajusticiados mediante la horca, el descuartizamiento o la hoguera. En la mayoría de los casos, las autoridades reales intentaban imponer un sistema inquisitivo inspirado en la estricta obediencia al monarca, y un elemento fundamental era la pena de muerte. Eran los escalofriantes inicios de la guillotina.
El rey Luis XVI autorizó el uso de este instrumento a través de un decreto que consignaba cómo administrar la pena capital. Se publicó el 25 de marzo de 1792. Lo cierto es que la primera cuchilla de este aparato tenía el filo curvo, y el rey, que era aficionado a la mecánica y a la cerrajería, tras haber presenciado una demostración experimental escribió de su puño y letra en un pliego, acompañado de un diseño: “Ahí está el fallo, la cuchilla, en lugar de estar moldeada en creciente, debería ser de forma rectangular y tallada sesgadamente, como una sierra”.
Nieto y heredero de Luis XV, el rey contrajo matrimonio con la hija de la emperatriz de Austria, la archiduquesa María Antonieta. Algunos la llamaban la “reina desalmada”, pero no se trataba solo de una adicta a los peinados retóricos, los bonnets a la crête de coq, sino de la precursora del odio contra la mujer diferente; fue erigida como el espejo más oscuro de la lujuria, la corrupción y el vicio. El cine tuvo numerosas Marie-Antoniette, entre las que vale mencionar la realización de Jean Delannoy, Al filo de la guillotina (1956), con la archiduquesa encarnada por Michèle Morgan. O bien La reina adolescente (2007), dirigida por Sofia Coppola y protagonizada por Kirsten Dunst y Jason Schwartzman.
El reinado de Luis XVI comenzó en 1774. Desde entonces, los gastos militares y una serie de malas cosechas crearon una gravísima situación social. La feroz resistencia de las clases privilegiadas a la liberalización de la economía desencadenó una crisis política interna que dio surgimiento a un cuerpo legislativo conformado por la nobleza, el clero y el pueblo (también llamado tercer Estado y que carecía de decisión política). No obstante, la mayoría de la población vivía en condiciones miserables, mientras el despilfarro de la nobleza permanecía incólume. Luis XVI, bajo una capa de sumisión, se negó a realizar cualquier tipo de reforma y sostuvo los privilegios de la aristocracia frente al desamparo de un pueblo que se hartó de la injusticia.
El tercer Estado carecía de poder, pagaba todos los impuestos, realizaba los peores trabajos y no tenía ningún derecho. En ese marco, empezaron a difundirse las ideas de Rousseau y Montesquieu, que hablaban de ponerle fin al absolutismo, de la soberanía popular, la igualdad de derechos y la división de poderes. En síntesis, la proclamación de la República. La Revolución Francesa de 1789 significó el fin del antiguo régimen y el inicio de una época moderna que algunos historiadores consideran que sigue siendo la actual. Tal vez por esa razón Luis XVI haya encarnado en su tragedia personal la contradicción irresoluble entre las dos épocas, enfrentándose a una revolución que nunca quiso ni llegó a comprender.
En aquel momento en que diseñó la guillotina perfecta, Luis XVI no podía prever que solo nueve meses después de sus implementaciones reglamentarias el Palacio de Versalles sería invadido por la masa revolucionaria y él sería decapitado (junto a su mujer) con el mismo instrumento que había contribuido a perfeccionar en la Plaza de la Concordia.
El abad Edgeworth, confesor de Luis XVI, escribió en sus memorias: “El camino que conducía al cadalso era extremadamente tosco y difícil de atravesar; el rey se vio obligado a apoyarse en mi brazo, y por la lentitud con que procedió, temí por un momento que su valor pudiera fallar; pero cuál fue mi asombro cuando llegué al último paso, sentí que de repente me soltó el brazo y lo vi cruzar con paso firme la anchura de todo el cadalso; silencio, solo por su mirada, quince o veinte tambores que estaban colocados frente a mí; y con una voz tan fuerte que debió haber sido escuchada en el Pont Tournant le oí pronunciar con claridad estas memorables palabras: Muero inocente de todos los crímenes atribuidos a mi cargo, perdono a los que han ocasionado mi muerte y rezo a Dios para que la sangre que vais a derramar nunca caiga sobre Francia”.