CULTURA

Rigoberta Menchú: una gran luchadora por la paz y la justicia

La premio nobel guatemalteca, de 63 años, es uno de los mayores símbolos americanos de la defensa por los derechos de los pueblos originarios.

En diciembre de 1992, 500 años después de la conquista de América y el genocidio indígena, una descendiente de mayas era recibida por la Casa Real de Noruega como símbolo de la esperanza de hermanar a los pueblos. Aquel Premio Nobel de la Paz significó uno de los primeros reconocimientos para el mundo de los humildes y los pueblos olvidados. Fue entregado a una mujer tan sufrida como valiente, quien tuvo un papel fundamental en el proceso de pacificación de Guatemala (culminado dos años antes): Rigoberta Menchú.

Durante un viaje que realizó a las ruinas mayas de Edzna, para visitar a los exiliados guatemaltecos en México, dijo: “Se están perdiendo muchos valores, se está perdiendo el respeto que se les debe a los ancianos, a la familia, pero sobre todo el respeto que se debe a la comunidad. Algunos de estos valores colectivos estuvieron en la base de la vida de nuestros antepasados y nuestra gente los posee. Es por eso que los pueblos indígenas aún tienen perspectivas”. Y finalizó advirtiendo: “Los indígenas deben ser plenamente partícipes en la elección de su destino”.

En su vida hubo experiencias cuasi novelescas. Cuando escribió Me llamo Rigoberta Menchú, la autora apenas hablaba español y en pocos años se ganó el derecho de ser considerada una intelectual. Necesitó mucho tiempo para aprender bien una lengua absolutamente nueva. En ese sentido, le llamaba mucho la atención que en países como Guatemala, Bolivia o México los no indígenas convivieran con los indígenas sin aprender nunca su lengua. En cambio ellos, los indígenas mayas, hacían grandes esfuerzos para intentar entender y aprender la otra lengua. Rigoberta tuvo muchos maestros de español, pero en su mayoría fueron niños. Vivió en la casa de monseñor Samuel Ruiz, por entonces no hablaba bien dicha lengua, pero sus sobrinos, que no tenían más de ocho años, la ayudaron a perfeccionarlo. Para ella, era conmovedor ser corregida por un niño que tímidamente le repetía “Así no se dice”, como si la inocencia volviese más humilde el alma.

Rigoberta era originaria de una aldea maya de la región El Quiché, Guatemala, y a los cinco años ya trabajaba en las grandes fincas de las poderosas familias terratenientes del país. Su padre, Vicente Menchú, fue un símbolo de la lucha de los originarios. Junto a su familia y otras 39 personas (campesinos indios y representantes de organizaciones sindicales y estudiantiles), ocupó pacífica y simbólicamente la embajada de España para divulgar la sangrienta represión que había desencadenado la dictadura contra las poblaciones indígenas. No se permitió que el embajador los escuchara hasta el final y más de cien agentes de las fuerzas especiales, violando las más elementales normas del derecho internacional, resolvieron ferozmente la situación. No tuvieron ningún reparo, no solo por la delegación indígena que había ido a pedir justicia, sino tampoco por los propios miembros de la embajada, quienes se encontraban en la sede diplomática y que murieron en la misma pira.

Después del asesinato de sus padres y sus hermanos, Rigoberta Menchú escapó a México. Antes de partir, al igual que muchos mayas testigos de las masacres, tuvo que cortarse el pelo y buscarse un vestido de ladina (así llamaban a los blancos en Guatemala) para ocultar su verdadera identidad. Desde allí, comenzó un intrépido e incansable trabajo de persuasión ante la ONU y todos los organismos internacionales, para que se ocuparan de la tragedia que azotaba a su país. Apenas llegó a México todavía tenía el pasaporte, pero un mes después se había vencido el permiso de estadía y entonces estuvo viviendo allí ilegalmente.

Durante algunos años, no contó su historia porque si lo hacía la habrían podido expulsar del país. Sin embargo, en un momento dado, decidió arriesgarlo todo en procura de la paz. “Creo que la cosa más linda de la vida es tener ideales, utopías, una palabra de la que muchos se abusan. Pienso que soñar una sociedad más justa y más libre, y luchar por la libertad de un pueblo es algo muy grande que le da sentido a la vida y a la colectividad”, declaró.

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