CULTURA

Rubén Juárez, un caso único en la historia del tango

Logró lo que nadie antes: tocar el bandoneón al mismo tiempo de cantar. Fue admirado no solo por los cultores del 2x4, sino también por los rockeros.

Cuando lo escuchó cantar, el Polaco Goyeneche dijo: “De acá a un año, este pibe va a dar mucho que hablar; dentro de dos, nos corta la cabeza a todos”. La gente iba a Caño 14 a escuchar a Anibal Troilo, pero cuando oía a ese veinteañero de pelo negro, voz grave y porte recio hacía caer sobre él un chaparrón de aplausos. Rubén Juárez era su nombre. No solo se ganó la admiración de todos por su talento innegable para cantar, sino por otra proeza que no pudo ser igualada por nadie en el tango: cantar y tocar el bandoneón al mismo tiempo.

Nació en Ballestero, provincia de Córdoba, el 5 de noviembre de 1947. En su infancia se escapaba de la casa para vender diarios en las esquinas, vocearlos en los tranvías y cantar con los amigos. Ese fue su primer público: pibes atorrantes como él que habían hecho de la calle su hogar.

Rubén Juárez dejó la escuela primaria a los 11 años para salir a recorrer el país tentando suerte como cantante. No fueron fáciles las cosas: tuvo que sobrevivir ejerciendo todo tipo de tareas, desde abrepuertas en hoteles de lujo, a lavacopas en cafés de extramuros. Mientras, aprovechaba cualquier oportunidad para cantar. A los 9 años integró la primera orquesta, en una embajada juvenil del Club Independiente. Hacía cualquier tipo de música. Aprendió a tocar la guitarra y formó un conjunto de lo que por entonces se llamaba “música beat”. Fue su madre la que lo reorientó musicalmente: “Ya que no quisiste estudiar, por lo menos cantá tangos”. Le hizo caso. A los 16 años había ahorrado dinero suficiente para comprarse un bandoneón y empezó a estudiar.

Su mayor admiración era Julio Sosa. Se propuso llenar ese hueco inmenso dejado por “El Varón del Tango”. Ese era su sueño mientras seguía trabajando en lo que fuera: cadete en una fábrica, secretario en una oficina, cobrador, vendedor de libros, canillita en Sarandí. Este último oficio quedaría grabado en su alma. El primer disco simple que grabó tenía como tema principal Para vos, canilla. Todos los derechos de autor de aquella canción, que vendió miles de ejemplares, los donó para el gremio de vendedores de diarios. “Ellos me llevaron a los canales de televisión y son fanáticos míos. Me invitan a todas sus fiestas”, decía. Y lo que pasa es que el tango mismo es hermoso, porque los evoca debidamente: “Manos laburantes moldearon tu arcilla / mezcla milagrera de obrero y gorrión / quien nace diarero morirá canilla / cumpliendo en su vida la ley del pregón”, reza la letra.

El bandoneón blanco

En Teodelina, provincia de Santa Fe, un empresario lo invitó a grabar un disco. Así pudo llegar a los locales de la noche porteña. En uno de ellos lo oyó Anibal Troilo, quien, después de escucharlo cantar, con los ojos brillosos y un nudo en la garganta que apenas le permitía un sordo balbuceo, le pidió que cantara con su maravillosa orquesta.

“No pude porque yo tenía contrato con la grabadora como solista. Pero me sirvió para actuar en Caño 14, pues Pichuco se ofreció para ser mi padrino artístico, un verdadero honor”, contaba. Cada vez que la orquesta de Troilo se quedaba sin el Polaco Goyeneche, Juárez suplía esa ausencia con creces. A veces, Troilo se inspiraba y le decía “¿Querés hacer un tanguito, pibe?”; para Juárez era como tocar con las manos el cielo del tango. “Te juro, la primera vez que me invitó, cuando terminé me fui al camarín y me puse a llorar como un loco. Cuando canto con él siento que me tiemblan las piernas, no sé cómo explicarlo”, decía.

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