Cultura

Tato Bores, un grande del humor político

Fue apodado “el actor cómico de la Nación”. Con su frac, peluca y habano, fue el biotipo del analista que mira la realidad del país desde la risa y el sarcasmo. Generaciones de argentinos fueron su público.

Domingo tras domingo, lanzaba las velocísimas pinceladas de sus vertiginosos mo­nólogos políticos. Decía que nunca fue el autor de nada porque siempre había pescado cosas que andaban en el aire, pero una vez vestido con el frac, el peluquín y los lentes de vidrio, no había retorno posible: se paralizaba la televisión argentina.

Mauricio Borensztein nació en Buenos Aires el 27 de abril de 1925, en el seno de una modesta familia judía. En ella no había ni artistas ni cómicos, y él, sin saber bien qué quería, abandonó el secundario a los 15 años y empezó a trabajar como “plomo de orquesta”, ayudando con el traslado de instrumentos; los músicos se divertían mucho con sus cuentos y, por un tiempo, hasta se animó a tocar el clarinete. Sin darse cuenta, iba acercándose a su verdadero destino.

Desde entonces, ya le gustaba el humor desopilante, de antología. Era un enloquecido de los hermanos Marx y Mickey Rooney: “A Una noche en la ópera la vi 14 veces”, confesó alguna vez. En 1945, durante una despedida de soltero, empezó a contar chistes ante el cómico y monologuista Pepe Iglesias, quien, intuyendo su potencial, lo convirtió en su partener en radio Splendid. En esa época quedó bautizado para siempre como “Tato Bores”.

Ese acontecimiento fundacional lo ubicó a la cabeza de los programas televisivos más populares y se hablaba de él con admiración y rabia. Los monólogos fueron el eje fundamental de su trabajo artístico: “Siempre me gustó exponer rápido lo que tenía que decir en un escenario. Yo comencé en el teatro de revistas. Allí estuve nueve años y observaba a los demás; pensaba para mí: este señor explica demasiado el chiste, este otro lo dice bien, pero después recalca la gracia que hizo. Así es como yo ni lo explico ni digo qué me pareció. Cuando inicié mi programa de televisión, los monólogos resultaban un poco extensos, y para poder decir todo lo que estaba escrito también había que hablar rápido”.

Cuando le consultaban sobre cómo hacía para memorizar textos tan largos, señalaba que la dificultad no era fijárselo en la cabeza, sino saber expresarlo de la mejor manera posible: “Es un trabalenguas. Primero trato de entenderlo, después desdoblo palabra por palabra”. Tato, incluso por su austera apariencia, podía parecer un personaje improvisado, pero al oír su voz rápidamente se desnudaba un plan picaresco –que apelaba al sentido común, al sobreentendido– que cautivó como nadie a los televidentes. Era sutil para evitar la censura, pero expresaba lo que muchos pensaban y no se atrevían a decir.

Semejante nivel de exposición quedó reflejado a comienzos de la década del 60, cuando Tato realizó su programa en vivo desde el hall de canal 9 y lanzó un chiste sobre la mala suerte que tenía el país: tenía escuela de ingenieros, escuela de arquitectos, escuela de actores, pero no existía la escuela que más se precisaba, la escuela para presidentes. Al segundo de terminar el programa, sonó el teléfono, que estaba a unos metros de él. Era Frondizi. Pensó que era una chantada, pero su voz era inconfundible. Le dijo: “No sé si seré buen o mal presidente, pero tengo sentido del humor y le agradezco”.

Tato Bores falleció el 11 de enero de 1996. La noticia causó una epidemia de tristeza entre sus televidentes, que a partir de ese día los domingos tuvieron un plato para nadie: faltaba el gracioso de la familia.

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