Cultura
Un amor tormentoso: Tania y Discepolín
Fue la pareja más famosa de la historia del tango. Durante veinticinco años vivieron una gran pasión signada por los desencuentros.
Cuando Tania se enteró de que Enrique Santos Discépolo había comenzado un romance en México, lo fue a buscar. Era el año 1944, Discépolo había viajado a ese país junto a Homero Manzi.
Agustín Lara le dijo a Raquelita Díaz de León, una actriz de la que se estaba separando: “Mira, Discépolo es el Agustín Lara de Argentina, el autor del tango Uno, que está tan de moda”.
Raquelita Díaz de León era una mexicana de 18 años que acababa de ganar el concurso “Los ojos más bonitos del cine”. Por razones de trabajo, Raquelita había viajado a Cuernavaca y se había hospedado en el mismo hotel en el que estaba Enrique Santos Discépolo. Se encontraron en el comedor. “Nuestros ojos se imantaron, no podíamos dejar de mirarnos” recordaría Raquel, tiempo después. En un momento, Enrique tiró su servilleta al piso, la levantó y le dijo: “Me voy para México -DF- porque mañana salgo para Cuba… ¿Y si nos vamos juntos?”. Ya estaban enamorados. Fueron juntos a la ciudad de México, parecían los comienzos de un gran amor. Pero llegó Tania.
La relación de Enrique y Tania era inconstante. Ella no quería formalizar, estaba demasiado acostumbrada a la libertad. Era la estrella del Follies Bergère, un cabaret de Diagonal Norte frecuentado por ministros y grandes personajes de las finanzas.
Los bacanes que suspiraban por ella le enviaban al camarín costosos regalos. Había nacido en Toledo -España-, el 13 de octubre de 1908, con el nombre de Ana Luciano Divis. A los 18 años ya tenía su propia compañía de varieté: “Los Lucianitos”.
Durante una gira, conoció al Trío Mexican, uno de cuyos integrantes era Antonio Fernández Rodríguez, con quien se casaría. Desde entonces adoptó el nombre artístico de Tania Mexican, que mantuvo aún después de separada. La primera vez que vino a Argentina fue en 1924. Tenía 17 años. Cuatro años después se radicaría en nuestro país definitivamente.
José Razzano -quien había hecho dúo con Gardel- los acercó una noche a Tania y Discepolín. Él, un hombrecito narigón y de ojos febriles que vestía un traje arratonado, había comenzado a componer sus primeros tangos y quedó cautivado por la descarada y elegantísima Tania. La primera impresión que tuvo ella no fue demasiado auspiciosa: “Francamente, al principio lo veía poca cosa para mí… para lo engrupida que estaba. Yo picaba alto: adoraba las joyas y las pieles y me aseguraba de que el candidato tuviera un buen auto. Eso de encontrar a un muchacho bueno no figuraba en mi vocabulario”. Pero, cuando escuchó esa voz que le hablaba en pausadas caricias, vio esa manera de envolverla con los ojos, la seducción de esas manos que dibujaban proyectos en el aire; sintió que quería estar muy cerca de él. Ella lo invitó a pasear en el Buick que le había regalado uno de los Anchorena. Esa misma tarde, Discepolín la bautizó “La Gallega”. Tania decía que él era “la viva imagen de la rascada”, pero era imposible no enamorarse.
El gran poeta del tango
Fue Alfonsina Storni quien le hizo entender a Tania que “aquel flaco fané y descangayado” era, sin duda, el hombre de su vida.
Pero eso recién lo supo cuando alguien le contó que Enrique se había enamorado en México y que parecía iba quedarse allí.
Cuando se sintió consumida por los celos, supo que lo amaba.
Habían vivido juntos durante más de una década en un departamento que alquilaban “a medias”, y en 1941 se mudaron a una casa de La Lucila dispuestos a empezar una vida matrimonial más normal. Pero el horizonte ya no les prometía la alegría de estar juntos, sino la desflecada nostalgia de lo compartido, ese oscuro sentimiento de pérdida que hizo extraviarse a cada uno por su propio camino. Por eso a Enrique le había costado tan poco enamorarse en México; por eso a Tania el viaje a México solo le valió regresar a Discepolín, para perderlo, una vez más, en las calles de Buenos Aires. Pero estaban juntos ese 23 de diciembre de 1951 a la noche, cuando él, en la cama de su casa de La Lucila, dijo por última vez: “Tania”. Y cerró los ojos.