Cultura

La espía preferida de Adolf Hitler

Edith von Coler tenía una misión del Führer: crear el batallón de mujeres más hermosas de la Segunda Guerra Mundial. Fue un caso único en la historia del espionaje internacional.

Nació el 6 de diciembre de 1885, en Kustrin, lo que es ahora Polonia, hija de un militar con grado de comandante, que quería que, a falta de hijo, fuera su hija quien siguiera marcialmente sus pasos en la carrera militar. Así fue, Edith se alistó en el Ejército Imperial Alemán, llegando al grado de Oberletnant, teniente mayor. En 1916 fue enviada a participar de la guerra civil finlandesa comandando la Segunda División, y se quedó en ese país hasta que los comunistas fueron derrotados.

Cuando Coler viajó a Alemania, se incorporó a la Wehrmacht –las fuerzas militares unificadas por el nazismo– y se le dio el mando de un regimiento en la invasión a Polonia, en 1939. Edith tenía dos características: una inteligencia muy aguda y una gran belleza. El canciller Franz von Papen, cuando la conoció, quedó rendido ante esta mujer que podría haber sido una rutilante estrella de cine pero prefería las acciones militares, la planificación de operativos y la ejecución de opositores. Pero fue un pariente lejano, Heinrich Himmler, quien la llevó ante la presencia de Adolf Hitler, quien, arrobado por su belleza y su sagacidad y, sobre todo, por la cabal comprensión que tenía de todas las premisas del ideario nacionalsocialista, la consideró una pieza maestra en sus planes. El Führer vio en ella las condiciones para transformarse en una “gran formadora de espías”.

Aprovechando un talento para el baile que había adquirido de niña, se le hizo ocupar un puesto de profesora de danzas en la Universidad de Altona, para seleccionar entre el alumnado a las más bellas y astutas. Podían ser morenas suavísimas o rubias hollywoodenses, con ojos arrasadores y labios capaces de envenenar de amor a cualquier hombre, pero, sobre todo, mujeres de largas piernas que llegado el momento no vacilaran en dar la vida por el Tercer Reich.

De esa manera, Edith von Coler armó el batallón Susanas, con 110 integrantes destinadas a infiltrarse en los grandes salones –y en las alcobas– donde se decidía la política mundial. La primera operación que debieron cumplir fue en Turquía. Cuando aquel país parecía someterse a las pretensiones norteamericanas, Edith y algunas de sus chicas ganaron la confianza y el deseo de influyentes miembros del gobierno y altos mandos militares, y lograron que en Ankara se firmaran tratados de amistad entre Alemania y Turquía, que incluyeron la compra de cuatro submarinos alemanes, y una venta millonaria de equipamiento para el Ejército y la Fuerza Aérea turca.

Lo que ni la propia Edith sabía era la seda que escondía su corazón de acero. Esa revelación que la colocó frente a un abismo la tuvo en Rumania. Había sido comisionada para obtener un vuelco favorable a Alemania de parte de las autoridades de ese país. Hacia esas tierras fue Edith. Esta vez, sola. Viajaba con la siguiente cobertura: una periodista enviada por el poderoso diario Deutsche Allegemeine Zeitung. Se alojó en una habitación de lujo del Palace Hotel de Bucarest, por el que desfilaba lo más granado de la burocracia rumana gobernante. Su objetivo era llegar hasta el mismísimo Carlos II, que en plena guerra mantenía a Rumania en la neutralidad. Pero en el medio de su misión, se enamoró de un millonario de ese país, Tizca Vaida.

Durante un tiempo –largo, según el juicio del gobierno alemán–, Edith se dedicó a ­viajar por Rumania con Tizca, en una especie de anticipado viaje de bodas. Enterada la Gestapo de la situación, le ordenó regresar a Alemania. Ella contestó que solo regresaría en compañía de su enamorado. El gobierno alemán le propuso un puesto diplomático para Tizca. Volvieron los dos a Alemania, pero él murió, a los pocos días, en un ­misterioso accidente automovilístico, cerca de Berlín.

Su última misión

Al poco tiempo, Edith von Coler tendría otra misión, infiltrarse en el gobierno francés antes de la invasión nazi. Era una misión muy difícil, porque se trataba de destronar a la hermosa condesa Helena de Portes, amante del primer ministro de Francia bajo la Tercera República, Paul Reynaud. Edith y el premier se encontraban en el hotel Splendid, en Burdeos. Se dice que fue la alemana la responsable del accidente automovilístico que le costaría la vida a la condesa. Cuando los tanques de Rommel entraron en París, Reynaud era apenas un recuerdo que había comenzado a difuminarse en la memoria de Edith, un nombre más en su larga lista de seducciones al servicio del Führer.

Después de la guerra, antiguos subordinados testificaron contra Coler ante el Tribunal de Dusseldorf. Exmiembros de Feldkommandantur 810 también testificaron que Coler había cumplido numerosas misiones para el gobierno nazi y que se jactaba de haber disparado personalmente contra polacos y judíos durante el otoño de Weiss. 

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