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Una diva que terminó en la miseria

Francesca Cuzzoni fue una de las mayores cantoras del siglo XVIII, que protagonizó escándalos en el escenario y tuvo el final más desdichado.

El compositor alemán Georg Friedrich Händel es célebre por haber compuesto el oratorio El Mesías. Sin embargo, hubo un episodio en que el compositor alemán afincado en Londres se llamó a sí mismo “Belcebú, el rey de los demonios”: fue cuando una de sus sopranos le manifestó su negativa a interpretar Falsa immagine de la ópera Ottone. Se afirmó que Handel casi defenestra- literalmente- a dicha parmesana retacona, cuyo nombre era Francesca Cuzzoni.

Con un temperamento que aterraba a propios y extraños, Francesca había nacido en Parma en 1696 y rápidamente se convirtió en una de las divas del barroco. Su figura fue eclipsada solamente por la otra soprano de Händel, también italiana: Faustina Bordoni, un año menor que ella y, según las crónicas de la época, más agraciada físicamente. En 1718 Francesca y Faustina cantaron juntas por primera vez en la presentación de Ariodante, la ópera de Carlo Pollarolo, en Venecia.

En 1717 Francesca Cuzzoni actúo en distintas óperas representadas en Mantua, Génova, Toscana, Siena y Florencia, y al año siguiente interpretó el papel protagonista de Doneca en el estreno de Scanderbeg de Vivaldi, en el Teatro della Pergola de Florencia. En otoño de ese mismo año Cuzzoni debuta en un teatro de gran prestigio, el San Giovanni Grisostomo de Venecia. También hizo de Dalinda en la ópera Ariodante de Carlo Francesco Pollarolo.

La rivalidad explotó la noche del 6 de junio de 1727, en Londres, cuando se le apostó a presentar, la misma noche en Astianati de Bononcini, a Francesca Cuzzoni y Faustina Bordoni, que mutuamente se aborrecían. La primera era una soprano de origen campesino, mientras que Faustina, mezzosoprano, provenía de una familia de abolengo. El encanto de Cuzzoni era el canto de resistencia; el de la segunda, la velocidad. Francesca era feúcha y torpe; Faustina, bonita y educada.

Los londinenses las asociaban con los partidos políticos y esa noche la atmósfera en el teatro estaba crispada. Händel, empresario del espectáculo, hizo correr rumores sobre los honorarios de cada una. La boletería se agotó en cuestión de horas y ocurrió lo previsible: que las divas empezaron a rivalizar hasta que por fin el asunto pasó a mayores. Saltaron del canto a la agresión, cayeron al piso tirándose de los cabellos, el público perdió los papeles y la gresca, mitad musical, mitad personal, hizo historia.

Faustina, por su parte, había debutado en Venecia en 1716 y allí cantó habitualmente hasta 1725. Antes de su aparición en el King's Theatre de Londres cantó en Reggio, Módena, Bologna, Nápoles, Munich y también, privadamente, en Roma. De modo que para la época de su gran presentación conjunta con la Cuzzoni, las dos tenían ya una bien ganada fama y un séquito de fanáticos admiradores.

Colegas y rivales, Francesca y Faustina elevaron el estatus de la mujer en el gran espectáculo de su tiempo -la ópera- y demostraron que ellas estaban en condiciones de ofrecer un show fuera de serie: el de la rivalidad. A nadie se le ocurriría, ni por un instante, pensar que Bordoni y Cuzzoni fueron las primeras en llevar su enemistad a la escena. Pero sí fueron las primeras que hicieron de ella un espectáculo que llega hasta nuestros días.

Cuzzoni fue toda una figura de la ópera , cuya voz alguna vez fue descrita por el crítico musical Johann Joachim Quantz: “Su estilo de canto era inocente y calmante. Su ornamentación no parecía artificial debido a su bello, agradable y ligero estilo de entrega, y con su ternura se ganó los corazones de los oyentes”. Lo cierto es que se dedicó a malgastar su enorme fortuna en una vida disipada y llena de lujos. En 1742 fue encarcelada en Holanda por deudas, logrando la libertad a cambio de la recaudación de algunas presentaciones. Sus últimos dos conciertos fueron acompañados de una carta publicada en el General Advertiser donde le rogaba a sus seguidores asistir para así poder pagar sus deudas. Se retiró a un asilo para indigentes en Bolonia donde pasó los siguientes 21 años de su vida sobreviviendo gracias a la fabricación de botones. Murió en la más absoluta miseria en Bolonia en 1772.

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