Cultura

Jorge Luis Borges y la epidemia

El escritor y ensayista, se refirió en su poesía 'La Chacarita', a la fiebre amarilla y el cólera. Diferencias y similitudes con la actual pandemia del coronavirus.

Para 1867, la ciudad de Buenos Aires había duplicado su población con respecto a la década anterior. Pero fue en los barrios pobres donde comenzó la epidemia de cólera, que dejó un saldo de 600 muertos. Pantanos, basuras y olores convirtieron a la ciudad en un foco pestilente que comenzó a conocer los azotes de las epidemias infecciosas, y desmentían categóricamente el nombre dado a la “Reina del Plata”. En 1895, Emilio Coni, en el folleto “El saneamiento de Buenos Aires”, informaba: “Buenos Aires, la ciudad de los buenos aires, como la bautizaron sus fundadores, se convirtió en un lugar malsano, donde las enfermedades contagiosas ha­bían adquirido derecho de ciudadanía. La ciudad ha estado desprovista hasta ahora de un sistema de evacuación de inmundicias, y la distribución del agua ha sido absolutamente insuficiente a las necesidades de su población”.

No había recolección de basura, y el modo de deshacerse de los residuos consistía en aplanarlos con una piedra gigante, que los achataba pero no los eliminaba, lo que hacía que el viento dispersara los desperdicios por toda la ciudad.

La ciudad entera era el escenario más propicio para que la fiebre amarilla –llamada así por la ictericia que afectaba a los enfermos– montara su tragedia. Llegó en enero de 1871, muy probablemente traída por un barco procedente de Asunción del Paraguay, y encontró terreno fértil para propagarse con facilidad. Los primeros casos se verificaron en las casas de inquilinato de San Telmo, luego se expandió sin hacer diferencias hasta alcanzar al 8% de la población de Buenos Aires, que por entonces rondaba los 184.000 habitantes. Un tercio de la población emigró huyendo del flagelo. Fueron clausuradas las iglesias, escuelas y oficinas públicas. La ciudad estaba ­desierta, y las casas y negocios, abandonados. La delincuencia creció exponencialmente.

El causante de la enfermedad era un mosquito llamado Aedes aegypti, pero la condena social recayó sobre los inmigrantes –que constituían la mitad de la población–, y la xenofobia mostró su rostro más violento. Los hospitales colapsaron, y el número de muertos superó los 13.000. La mitad de ellos fueron niños. En Ensenada se creó un lazareto para poner en cuarentena a los casos más graves.

Gobernaba el país Domingo Faustino Sarmiento, quien tenía un muy severo enfrentamiento con el gobierno municipal de Narciso Martínez de Hoz. Sarmiento, aconsejado por sus ministros, abandonó la ciudad y se dirigió a Mercedes, en la provincia de Buenos Aires. La Nación, el diario de su opositor, Bartolomé Mitre, aprovechó para fustigarlo: “El presidente huyendo… Hay ciertos rasgos de cobardía que dan la medida de lo que es un magistrado…”.

La tragedia fue llevada al cine en 1982 con la película Fiebre amarilla, dirigida por Javier Torre y con guión de su padre, Leopoldo Torre Nilsson, en colaboración con Beatriz Guido, y con un elenco integrado, entre otros, por Graciela Borges, Dora Baret y Sandra Mihanovich.

Borges evoca la epidemia

Cuando se le preguntó a Jorge Luis Borges si epidemias como esas podían volver a asolar a nuestro país cíclicamente, contestó: “Las epidemias no son devotas del sistema decimal”. A raíz de la epidemia de fiebre amarilla, hubo que construir un nuevo cementerio, y se eligió para tal fin la Chacarita. Evocando esa tragedia, Jorge Luis Borges escribió:

La Chacarita


Porque la entraña del cementerio del sur
fue saciada por la fiebre amarilla hasta decir basta;
porque los conventillos hondos del sur
mandaron muerte sobre la cara de Buenos Aires
y porque Buenos Aires no pudo mirar esa muerte,
a paladas te abrieron
en la punta perdida del oeste,
detrás de las tormentas de tierra
y del barrial pesado y primitivo que hizo a los cuarteadores.
Allí no había más que el mundo
y las costumbres de las estrellas sobre unas chacras,
y el tren salía de un galón en Bermejo
con los olvidos de la muerte:
muertos de barba derrumbada y ojos en vela,
muertas de carne desalmada y sin magia.
Trapacerías de la muerte —sucia como el nacimiento del hombre—
siguen multiplicando tu subsuelo y así reclutas
tu conventillo de ánimas, tu montonera clandestina de huesos
que caen al fondo de tu noche enterrada
lo mismo que a la hondura del mar.
Una dura vegetación de sobras en pena
hace fuerza contra tus paredones interminables
cuyo sentido es la perdición,
y convencidas de mortalidad las orillas
apuran su caliente vida a tus pies
en calles traspasadas por una llamarada baja de barro
o se aturden con desgano de bandoneones
o con balidos de cornetas sonsas de carnaval.
(El fallo de destino más para siempre,
que dura en mí lo escuché esa noche en tu noche
cuando la guitarra bajo la mano del orillero
dijo lo mismo que las palabras, y ellas decían:
La muerte es vida vivida
la vida es muerte que viene;
la vida no es otra cosa
que muerte que anda luciendo.)
Mono del cementerio, la Quema
gesticula advenediza muerte a tus pies.
Gastamos y enfermamos la realidad: 210 carros
infaman las mañanas, llevando
a esa necrópolis de humo
las cotidianas cosas que hemos contagiado de muerte.
Cúpulas estrafalarias de madera y cruces en alto
se mueven —piezas negras de un ajedrez final— por tus calles
y su achacosa majestad va encubriendo
las vergüenzas de nuestras muertes.
En tu disciplinado recinto
la muerte es incolora, hueca, numérica;
se disminuye a fechas y a nombres,
muertes de la palabra.
Chacarita: desaguadero de esa patria de Buenos Aires, cuesta final,
barrio que sobrevives a los otros, que sobremueres,
lazareto que estás en esta muerte no en la otra vida,
he oído tu palabra de caducidad y no creo en ella,
porque tu misma convicción de angustia es acto de vida
y porque la plenitud de una sola rosa es más que tus mármoles.

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