Cultura

Moris, el que fundó el rock nacional en Villa Gesell

Nació en el seno de una familia encumbrada socialmente, pero su afición por los arrabales, ciertas lecturas y los merodeos suburbanos lo llenaron de inspiración para sus canciones.

Para Mauricio Birabent, todo comenzaría de la siguiente manera: “Escuché Hotel de corazones destrozados, en la versión de Elvis Presley, y comencé a imitarlo. Cantaba por la calle, en el tren, en los bares. Todavía lo hago, a veces. Después aprendí a acompañarme con una guitarra española, leí Los vagabundos del Dharma, de Jack Kerouac, me enloquecí. Comencé a decir mis propias cosas y no pienso parar”.

En la década del 60, Villa Gesell se convirtió en un lugar de peregrinación para los jóvenes que, imbuidos de hippismo hasta los huesos, buscaban vivir –siquiera unos días– lejos de la opresión del cemento y de las ­rígidas ideas de una sociedad castradora. En esa playa, tan diferente de la Gesell de hoy, se podían respirar dos valores poderosamente presentes en el rock argentino que por entonces estaba en gestación: la comunión con la naturaleza y la rebeldía. Rebelde, precisamente, era el título de una de las ­canciones que Moris compuso en Villa Gesell, en el verano de 1966, y que haría conocer en Buenos Aires cantándola con su grupo Los Beatniks.

En uno de sus primeros registros públicos, se lo vio resistir como nadie la agresión de un público lumpen, que había cambiado el lenguaje y el cuchillo por la melena y los collares, pero que seguía esperando estrofas tautológicas y entonación segura. Hasta ese momento, Moris había soportado durante la función, sin demasiado estoicismo, toda clase de injurias. Sin embargo, cuando un espectador indignado invitó a los ofensores a dirimir la causa en la calle, el juglar le espetó: “Pará, flaco, que aquí somos todos pacifistas”. Él lo era, por lo menos, y en sus canciones clamaba por la paz frente a un mundo al que la guerra amenazaba convertir en un desierto. Aunque todavía sus letras amontonaran todos los temas que lo desvelaban y confesara que desa­finaba cuando la emoción lo ganaba, el suyo ya era, sin duda, un estilo auténticamente personal que construía su propio público.

Las primeras referencias musicales del niño Moris pasaron por las orquestas de jazz, el tango, los boleros y Frank Sinatra. Pero todo cambió cuando una tarde de 1956 escuchó en la radio a Elvis Presley atacando el Heartbreak Hotel. A raíz de ese impacto, sin renunciar a sus ídolos, abrazó para siempre al rock and roll.

“Mis canciones son mi aporte al mundo”

Nada en él es liviano ni casual. Cuando estalló la fiebre de rock en los 60, Moris vio allí mucho más que una moda, que una postura de ocasión, leyó en esos acontecimientos un estallido de alegría e insumisión, quizá el más grande que conoció la juventud argentina de aquella época. En 1966, Los Beatniks se presentaron como la primera banda de rock en La Cueva, un mítico reducto hasta entonces exclusivamente reservado al jazz. Dicha presentación hizo aparecer su nombre en el certificado de nacimiento de un hijo que reconocería varios padres: el rock argentino.

Al igual que su amigo Charly García, Moris nunca aceptó mostrarse domesticado en nada. Tampoco perteneció a ningún partido político, lo que en manera alguna significaba no involucrarse con la realidad o rehuir el compromiso con sus ideas. En la soledad encontró el refugio para lamerse las heridas y nutrir sus creaciones: “A partir de la soledad, todo está bien. Me considero un solitario, pero no un vengador. Soy un solitario para pensar. Por eso huyo de las aglomeraciones. Nunca fui a un partido de fútbol, por ejemplo. Mi aporte al mundo son mis canciones”.

Un estilo indefinible

La última dictadura cívico-militar lo obligó a emigrar a España. Moris sabía permanentemente de los amigos, colegas o no, desaparecidos o buscados. Una vez exiliado en la península ibérica, sin ápice de resignación, se calzó la guitarra para reivindicar lo que siempre había hecho y que en España nadie se había animado a hacer: cantar rock en castellano. Así grabó Moris y amigos, acompañado de Ciro Fogliatta, Rafael Folki y Tony García, y más adelante Fiebre de vivir.

Sus canciones nunca dejaron de ser una formidable invitación a pensar y sentirse interpelado. “Mi estilo es indefinible, pero definido”, explicó alguna vez Moris. Pero quizá no haya nada que explicar: como el oso de su canción, se escapó para siempre de los circos y las jaulas para irse por allí, cantando, contento de verdad.

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