Cultura

Alfredo Alcón, la grandeza de un actor

Es considerado unánimemente como uno de los mayores actores argentinos. Actuó en más de 50 películas y 40 obras de teatro. Su nombre todavía sigue inspirando admiración y cariño.

"El objetivo del arte –escribió el pianista canadiense Glenn Gould– no es la descarga momentánea de una secreción de adrenalina, sino la construcción paciente, que dura una vida entera, de un estado de quietud y maravilla”. Esas palabras las hizo suyas un actor nacido en la localidad bonaerense de Ciudadela el 3 de marzo de 1930, con el nombre de Alfredo Félix Alcón.

Alfredo Alcón fue hijo único de madre viuda –su padre murió cuando él tenía tres años–, y desde muy joven tuvo la certeza de que la vida artística significaba libertad de tener tiempo para que pasen cosas buenas. Por esa razón, a los 14 años y aún siendo enfermizamente tímido, abandonó sus estudios secundarios en un colegio industrial para anotarse en el Conservatorio Nacional de Arte Dramático. Aún no soñaba que actuaría en más de 50 películas, 40 obras de teatro y varias telenovelas.

Su padrino vivía cerca de su casa y tenía una gran biblioteca. Solo le daba lecturas para chicos, pero Alfredo se las ingeniaba para robar otros libros. Le fascinaba el invierno porque con sobretodo y pulóver podía robar con más facilidad. Gracias a las obras completas de Shakespeare, los días en que no iba a jugar al fútbol con sus amigos los reunía en la cocina de su casa y les leía Ricardo III, que era la obra que más éxito tenía.

Una vez su abuela lo llevó al cine y descubrió con fascinación que esos seres que aparecían en la pantalla no eran solo luces y sombras: “Recuerdo a Bette Davis en una película donde estaba resfriada y se sonaba la nariz. Ahí descubrí que eran personas. Y empezó a insinuarse la idea de que por ahí podía andar mi vocación, gracias al estornudo de Bette Davis”.

Su debut cinematográfico fue en El amor nunca muere. Ya en los años 60, se convirtió en el mayor exponente del llamado nuevo cine argentino, encabezado por Leopoldo Torre Nilsson, con su protagónico en Un guapo del 900 y Piel de verano. Sus colegas le profesaban un respeto sagrado, aunque él odiaba que lo llamasen “maestro”. “Era autoexigente, protestón, cariñoso. Tenía un humor exquisito: se lo encontraba a todas las tragedias que interpretaba”, recuerda Jorge Vitti, biógrafo de Alcón.

Hombre de una cultura inabarcable, bastaba con mencionar una obra o un autor para que recordara versos o reflexionara sobre situaciones ceñidas al teatro y a la vida. En agosto de 1981, por entonces con 51 años, el actor fue sometido a una operación grave. Aun convaleciente, era capaz de seguir aprendiendo cosas: “Ahora, por ejemplo, aprendí –le contó al periodista Rodolfo Braceli– que el sentirse frágil no te hace ser frágil. Los sólidos se resquebrajan fácilmente. Una operación sirve para sacarnos un enorme tumor y también para redescubrir algo que siempre olvidamos: nuestra fragilidad, nuestra vulnerabilidad”.

Siempre concibió el trabajo artístico como el del misionero, que tiene que abrir caminos para que los pueblos se conozcan. Como si la tarea del actor tuviera una raíz ética, desde la cual creció esa visión idealista de la profesión que lo llevaría a interpretaciones extraordinarias que nos regalaría durante décadas: Hamlet, San Martín, Güemes, Lorca, Martín Fierro, Calígula, El Pibe Cabeza, Edgar Allan Poe, el Diablo de Nazareno Cruz y el lobo, y tantas otras.

Una vez le preguntaron adónde va a parar la humanidad, y él, que nunca usó su sabiduría para marcar distancias, respondió: “No tengo derecho a caer en el pecado de la desesperanza. Ni a tenerla ni a decirla. Lo único que podría revertir esa forma de vivir tan desapasionada e hipócrita es recuperar el estado de niñez. Los niños jamás se aburren”.

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