cultura

17 de octubre, crónica de una jornada histórica

Ese día de 1945 se produjo el encuentro definitivo entre un líder y su pueblo, produciéndose un quiebre en la historia argentina cuyas consecuencias aún perduran.

A las 3.30 del 17 de octubre, Juan Domingo Perón, llegó al Hospital Militar Centra. Allí lo acompañaron Eva Duarte, Domingo Mercante y algunas pocas personas más. Horas antes, el Consejo Central Confederal de la CGT, había decidido una huelga general para el día siguiente, pero el pueblo se les adelantó. Le gente detenía los tranvías, pintaban en ellos la consigna que gritaban en las calles: “Libertad a Perón”. Cambiaban el recorrido, los que no cabían dentro trepaban al techo, era todo euforia y rebeldía.

Todo había comenzado 22 meses antes, cuando el coronel Juan Domingo Perón ­ocupaba la Secretaría de Trabajo y Previsión. Las medidas que tomó desde su cargo fueron profundamente innovadoras y tenían algo en común, todas eran a favor de los ­trabajadores: estatuto del peón rural, ­establecimiento del seguro social obligatorio, creación de los tribunales de trabajo, fijación del aguinaldo y vacaciones anuales pagas para todos los trabajadores, in­demnización por accidentes laborales y ­jornadas de trabajo de ocho horas diarias. Por eso, no era extraño que ese 17 de octubre de 1945 marchara por las calles la más ­gigantesca manifestación jamás vista. Fue una movilización signada por la alegría de un pueblo que conocía su lugar en la ­historia.

En una de las columnas se destacaba un individuo grotescamente caracterizado de oligarca, con frac de bayeta, bastón con empuñadura metálica y vieja galera del felpa, mientras la multitud coreaba: “Sin galera y sin bastón/es el pueblo de Perón”. Cada tanto, el manifestante disfrazado, se bajaba el pantalón y dejaba ver la cara de Spruille Braden, el embajador de los Estados Unidos, pintada sobre el calzoncillo.

Los rumores corrían indetenibles: Perón habría salido de Martín García. Una multitud se dio inmediatamente cita en Dársena Norte. En Plaza de Mayo no cabía un alfiler, convencidos de que Perón hablaría desde los balcones de la Casa de Gobierno. El ministro de Marina, Vernengo Lima, estaba convencido de que había que utilizar la violencia para disolver las manifestaciones, pero el general Eduardo Avalos, titular del ­Ministerio de Guerra, no estaba convencido. Un grupo de militares –entre otros, Juan ­Pistarini, Bartolomé Descalzo y Franklin Lucero– planteó que lo más razonable era liberar a Perón. Aun estando preso, Juan Domingo Perón parecía estar dominando la situación.

A las 22 de ese día que ya era histórico, el general Farrell puso a Perón frente a la multitud: “Dejo el uniforme honroso que me entregó la Patria para vestir la casaca civil y mezclarme con esa masa sufriente y sudorosa que elabora el trabajo y la grandeza de la patria. Esto es el pueblo sufriente que representa el dolor de la tierra madre. Por eso, hace poco les dije que los abrazaba como abrazaría a mi madre, porque ustedes han tenido los mismos dolores y los mismos sufrimientos de mi pobre vieja...”. Allí comenzó lo que sería una experiencia pocas veces vista —por no decir, única— en nuestra historia: el diálogo entre un caudillo y su pueblo. En esa ocasión dijo: “Preguntan dónde estuve. Estuve realizando un sacrificio que lo haría varias veces por ustedes. Recuerden, trabajadores: únanse y sean más hermanos que nunca. Sobre la hermandad de los que trabajan ha de levantarse nuestra hermosa patria”.

El pueblo estaba dispuesto a todo por su líder. Esa noche, frente a la redacción del diario Critica, la Policía reprimió a algunos manifestantes. Hubo 30 heridos y un muerto: Darwin Passaponti. Sobre su tumba, se escribió lo siguiente: “D. P. – Nuestros camaradas mueren para que la Patria viva”.

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