Cultura

Abelardo Castillo, el lector infatigable

Fue uno de los grandes escritores argentinos e incursionó en diversos géneros. No obstante, la literatura en él excedió en mucho el acto de escribir

Ser un prodigio es algo que no puede explicarse por leyes regulares de la naturaleza y que suele atribuirse a la intervención de Dios o algún ser sobrenatural. Al igual que el “loco”, un hombre prodigioso es un ser eminentemente subversivo o transgresor. Alguien que impacta en la sociedad, se comporta de manera no habitual y da la impresión de hacer lo que quiere y de decir las cosas que piensa exactamente en el momento que las piensa. Es sabido que Abelardo Castillo fue un lector prodigioso. Y solo después de comprobarlo, supo que también era escritor.

“Nadie me enseñó a leer. Yo aprendí solo, aunque eso no sea posible”, decía Castillo. Quienes lo conocie­ron afirman que tocaba los libros como se toca la piel de un pan recién horneado. Nacido el 27 de marzo de 1935, a los 11 años se trasladó con su familia a San Pedro, donde descubrió tempranamente su vocación de escritor. En 1952 regresó a Buenos Aires y a los 24 años obtuvo el primer premio del concurso de la revista Vea y Lea, cuyo jurado estaba compuesto por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Manuel Payró.

En noviembre de 1969, Abelardo se enamoró de una mujer que también era escritora y una afiebrada lectora. Esta historia comenzó cuando él inventó un curso sobre literatura contemporánea que daría en el Café Tortoni. Ese curso empezó y murió con la aparición de ella: Sylvia Iparraguirre. Tal fue el impacto que causó ella en su vida que escribiría en su Diario: “De Sylvia –la muchacha que apareció a fines de noviembre– no quiero, ahora, decir una palabra, no hasta haberme contado a mí mismo qué pasó este último tiempo”. Lo que ocurrió sería lo suficientemente intenso como para que no se separaran nunca más.

Lo primero que le confesó a Sylvia fue que su relación con los libros era mágica. “Puedo narrar mi vida ente­ra”, le aseguraba con entusiasmo de adolescente al periodista Rodolfo Braceli, “tocando el lomo de los libros que están en mi biblioteca”. Y subrayaba: “Sé dónde compré cada libro, cuándo, la hora del día, cuál estuve a punto de robarme y no pude y me lo robé después”. En su novela El que tiene sed bautizó a Sylvia como La Sirenita. Allí escribió: “Sé que es una sirena, aunque camina sobre dos piernas. Lo sé porque dentro de sus ojos hay un camino de dunas que conduce al mar”.

El Cancionero de Baena es considerado el primer cancionero castellano. La obra se publicó por primera vez en Madrid en 1851 y compila una serie de poemas antiguos. Ese libro estuvo íntimamente vinculado a su relación son Sylvia. Hacía poco se conocían, y un día Abelardo la invitó a pasear y terminaron en una librería. Él siempre había querido tener el Cancionero, con un lomo emocionante (¡de 15 centímetros!). Entonces, Abelardo eligió un librito barato y le pidió a Sylvia: “Andá a pagarlo”. Cuando volvió, solo le dijo: “Y ahora empezá a correr, acabamos de robarnos el Cancionero de Baena”. Y corrieron los dos, con el corazón en la boca, mientras él abrazaba su libro como si fuera un hijo recién nacido. Al fin y al cabo, Abelardo empezó a escribir para no morir del todo, tal vez sintiendo que una línea escrita fuese como guardarse en un bolsillo el billete premiado de la inmortalidad.

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