André Gide, un Premio Nobel prohibido por la Iglesia

Este escritor francés, que obtuvo en 1947 el más codiciado premio literario, fue blanco de críticas feroces por su homosexualidad, su concepción moral y su prédica anticolonialista.

Nació en París el 22 de noviembre de 1869, hijo de un abogado y una madre que lo sometió a una muy estricta educación religiosa –que lo haría sentir claustrofóbica y de la que sublevaría en el resto de su vida–. Atravesó crisis de todo tipo –religiosa, sexual y política–, de las que dio cuenta en una obra que abarca el teatro, ensayos, poemas, cuentos, libros de viaje, novela, y un monumental Diario que empezó a escribir a los 18 años y que siguió escribiendo hasta seis días antes de morir, con esta última entrada: “No. No puedo afirmar que, al terminar este cuaderno, todo habrá de concluir... Tal vez tendré el deseo de agregar algo todavía... En el último instante, agregar algo todavía”.

A los 26 años se casó con su prima, Madeleine Rondeaux, pero dos años después, luego de vivir un tiempo en el norte de Africa –donde conoció al escritor inglés Oscar Wilde, quien estaba acompañado por el amante que sería la causa de sus años en prisión, Lord Alfred Douglas–, asumió abiertamente su homosexualidad. En sus libros La puerta estrecha y El inmoralista (traducido al español por Julio Cortázar) hunde el bisturí en su propio espíritu indagando el concepto de moralidad.

El Dios que le inculcó de niño su madre lo condenaba sin remisión, él se defendía considerando inadmisible el catolicismo. Pese a ello, se sentía profundamente cristiano. Dijo de él otro Premio Nobel, Thomas Mann: “No le interesaban la tranquilidad, la satisfacción, la seguridad y el amparo espirituales”. André Gide creía que un hombre tiene que actuar de acuerdo a su conciencia, pero que a veces debe rebelarse contra su propia conciencia y darle un golpe en la nuca. En ese sentido, el escritor solía afirmar que el secreto de su felicidad estaba en no esforzarse por el placer, sino en encontrar el placer en el esfuerzo.

En 1918, cuando estaba por cumplir cincuenta años, hizo pública su relación con Marc Allégret, un joven de 18 años; pero las páginas del Diario que van desde abril a agosto de 1938 están cruzadas por un ancho trazo negro de luto por la muerte de su esposa Madeleine. En 1933 trabajó muy estrechamente con Stravinsky en la composición del ballet Persérfone.

Fue un abanderado de la prédica anticolonialista, los derechos de la mujer, la humanización del régimen carcelario, la lucha por el permanente mejoramiento de las condiciones laborales, y la vindicación de los pueblos africanos condenados a una sistemática explotación –tal como lo demostró en dos libros exaltados Viaje al Congo y Regreso de Chad. Decía que el objetivo de la política es convertir a cada uno en el más irremplazable de los seres. En 1936 viajó a Moscú convencido de la justicia intrínseca de la revolución comunista, pero a su regreso escribió un libro condenando los despropósitos del stalinismo. No faltó de quien lo acusaría de simpatías por los nazis, apoyado en una anotación de su Diario que data del 20 de agosto de 1940, días después de que el ejército alemán sobrepasara la Línea Maginot: “No puedo impedirme el tener por Hitler una admiración llena de angustia, miedo y estupor”. Pero pocos renglones después agrega: “¿Cómo no dar pleno apoyo a la declaración del general De Gaulle? ¿No le basta a Francia la derrota? ¿Además le cabe la deshonra?”.

En junio de 1943, De Gaulle organizó una cena en Argel para compartirla con André Gidel. Algunos compararon este encuentro al de Napoleón y Goethe, en Weimar. Fue una cena para ocho y el general sentó al escritor a su lado. Al finalizar la reunión, dieron un paseo por la terraza y Gide dejó flotando en el aire una pregunta que dejó a De Gaulle sumido en una reflexión cuya validez se probaría muchos años después en nuestro país: “¿Cuáles son los límites de la obediencia debida de un militar?”.

André Gide era un inconformista, alguien que no temía ir a contracorriente del consenso social. Un habitante de Nagasaki, sobreviviente de la bomba atómica, le preguntó qué actitud debía tomar el ser humano ante la barbarie de la que es capaz la llamada civilización. La respuesta fue: “Somos como alguien que, para iluminar su camino, sigue a una antorcha que él mismo lleva”. Pese haberse alzado con el Nobel, al año de su muerte, la Iglesia Católica, puso sus libros dentro del índex de obras prohibidas.

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