CULTURA

Arturo Toscanini, el dueño de la batuta

Fue quizá el mayor director de orquesta del siglo XX. Estuvo en La Plata para calmar el dolor de una tragedia.

Vivió 89 años, de los cuales 68 dirigió orquestas y lo hizo con una inspiración y un perfeccionismo que muy pocos tuvieron a lo largo de la historia. Arturo Toscanini nació en Parma el 25 de marzo de 1887, hijo de un sastre y de una ama de casa. No hubo músicos en su familia. Esto no le impidió tocar el violonchelo en orquestas profesionales a los trece años de edad. Estudió, además, piano, armonía y composición en el Conservatorio de Parma. A los dieciocho años actuaba como ayudante de maestro de coro y violonchelista en una compañía viajera dedicada al repertorio italiano. Un año más tarde, en Río de Janeiro, suplantó sin previo aviso al director de orquesta súbitamente enfermo. Se trataba de Aída, de Verdi; cuatro horas de música erizadas de problemas y riesgos. Fue entonces que Toscanini subió al podio por primera vez. Miró la orquesta durante unos momentos y cerró la partitura. Dirigió de memoria. Así nació a la fama.

A los veinticinco años se le confió en Milán el estreno de Pagliacci, de Leoncavallo. Cuatro años más tarde dirigió el estreno mundial de La Boheme, de Puccini. En 1904 fue nombrado director principal del Metropolitan de Nueva York . Estuvo allí siete años. Volvió a La Scala de Milán en 1920, y durante los nueve años que estuvo al frente de la dirección artística hizo de ese teatro el mejor del mundo.

Fiódor Challapin era considerado uno de los mayores intérpretes de la historia de la ópera. Estaba en la cima de su gloria cuando le tocó trabajar con Toscanini. La Scala lo llamó para cantar Borís Godunov, de Mussorgsky. Se presentó al primer ensayo como si fuera Dios descendiendo sobre la Tierra. Toscanini lo escuchó diez minutos y luego le dijo fríamente: “Usted no canta Borís. Canta algo que usted ha imaginado es Borís”. El imponente bajo se puso lívido. Semejante afrenta no la hubiera tolerado ni siquiera viniendo del Zar de Todas las Rusias. El divo contuvo sus ansias asesinas frente a ese hombre bajito, insignificante, que lo enfrentaba inmutable. Challapin se retiró de La Scala. Quería irse de Italia, promover un incidente diplomático, exigir disculpas, reparaciones. Toscanini permaneció impertérrito: “Si quiere cantar Boris Godunov en La Scala tiene que volver a aprenderlo”.

Arturo Toscanini tenía una personalidad inquebrantable. Impartió la tradición de no conceder bises porque consideraba que destruían la continuidad dramática de la obra. Era el primero en llegar al teatro y el último en irse. Pero todo el mundo debía estar en su puesto a la hora precisa. Un cantante que llegara tarde al ensayo no entraba. Aunque fuera Caruso, su amigo. Nunca el mundo escuchó versiones operísticas más acabadas, más puras. Más perfectas.

Siempre dirigió de memoria, recordando con precisión infalible el más leve acento o el más pequeño silencio. Muchas anécdotas lo confirman. Londres, 1936: intervalo de ensayo con la London Philarmonic. Un músico –la segunda trompeta- se acerca para anunciarle que una de las llaves del instrumento se ha roto. No puede continuar el ensayo. Toscanini cierra los ojos por varios segundos. Luego dice: “Puede irse. En lo que falta del ensayo usted no tiene ninguna intervención”. Había recorrido mentalmente toda la partitura y lo que no sabía el propio instrumentista lo sabía él.

La primera vez que Toscanini vino a Argentina fue en 1901. Hizo una temporada de tres meses con Tosca. Dos años después regresó con Caruso. Pero fue en 1906 cuando en Buenos Aires lo estaba esperando la tragedia: su hijo Giorgio, de cinco años, murió de difteria. Fue enterrado en el cementerio de La Recoleta. Uno de los empresarios que lo contrató, para abstraerlo del dolor que parecía poner en riesgo las actuaciones programadas, le sugirió viajar juntos a la ciudad de La Plata. Un periodista que los acompañó escribió en su crónica que “el maestro pasó un par de horas caminando en silencio por el bosque platense”.

El final de su carrera

El 4 de abril de 1954, durante un concierto en el estudio de la RCA, Toscanini dirigía Tanhauser, de Richard Wagner. De pronto, la batuta gira sin sentido en el aire. Durante treinta segundos pierde el control de la orquesta y de la obra. Su mirada está perdida en el vacío. Treinta segundos de pánico para la orquesta y el público. A los ochenta y siete años de edad, Toscanini tuvo la primera falla de memoria en toda su vida. En ese momento sintió que no podía exigir a los otros lo que él no estaba en condiciones de exigirse a sí mismo. No volvió a dirigir nunca más. Tres años después, en su casa de Riverdale sobre el río East, murió.

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