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Cuchi Leguizamón, el músico que estudió en La Plata y revolucionó el folklore

Este artista salteño compuso una obra adelantada a su época, pero con profundas raíces en su tierra. Muchas de sus canciones están en la memoria de todos.

Gustavo “Cuchi” Leguizamón nació el 29 de septiembre de 1917 en Salta. Descendiente de una heroína de la independencia, Martina Silva de Gurruchaga, y bisnieto de un gobernador de la provincia. Como tantos hijos de familia patricia, estudió Derecho en la ciudad de La Plata. Fue profesor de Historia, jugador de rugby y diputado provincial por el Movimiento Popular Salteño. Para mantener las apariencias, se lo solía ver con saco y chaleco; pero le gustaba andar entre el pobrerío –ese que “nunca tiene ni un peso pa’ andar contento”–, o de personajes como Juan Riera, un anarquista español, de oficio panadero, al que le dedicaría una zamba sobre un poema de su eterno ladero, Manuel J. Castilla.

En quechua, “cuchi” significa chancho, expresión que en Salta es corriente y no tiene connotaciones negativas, con ese apelativo registró casi 100 obras, entre las que se cuentan Balderrama, La pomeña, Si llega a ser tucumana, Maturana, Zamba de Lozano, Chacarera del expediente y Zamba del carnaval. Es increíble que con la cantidad de canciones compuestas, y con el recorrido internacional que muchas de ellas tuvieron, haya muerto pobre y sin plata para afinar el piano.

Tenía la cabeza abierta a todas las músicas. Le gustaba el jazz y sentía una gran admiración por Enrique Villegas, de quien afirmaba: “Es el primer ejecutante de Ravel en el Teatro Colón. La música contemporánea lo encontraba entre uno de sus mejores oyentes y comentaristas. Fue además un gran amigo, un gran jazzista y un gran intérprete de zambas. Una vez estaba yo tocando el piano y se acercó despacio y dice: ¿Qué es eso tan lindo? Era una balada. Se la toqué, pero no estaba terminada. A los dos meses se muere el pobre Mono. Los amigos me decían de escribir algo para él y pensé: Tengo que terminar esta balada que le gustaba tanto, así nació Balada para el Mono”. Escuchaba mucha música de la llamada clásica, en una entrevista declaró: “¿Vos sabés lo que me ha enseñado a mí Beethoven de desarrollo musical? Yo tengo una zamba beethoveniana. ¿Y lo que me ha enseñado Erik Satie, que ha huido de esta concepción tan formal de la música, él que se cagaba de risa y escribía sonatas en forma de pera? ¡Y el metejón que tenía con Ravel, que me duró diez años para conocerlo todo y gozar de esa música que me ha enseñado! A mí todo el mundo me ha enseñado y me siguen enseñando”.

Como intérprete, participó en dos discos del Dúo Salteño y en dos discos propios. Se llevaba mal con las discográficas. Nunca aceptó que le impusieran condiciones leoninas de grabación. ¿Cómo ve al folklore?, le preguntaron en 1971: “Como un negocio suculento. Se promueve el comercio y no al verdadero talento. Para desarrollar cualquier buena obra se necesita un tiempo interior. El folklore es hoy un comercio de poco vuelo. Y así estamos”.

Sostenía que el ritmo de la chacarera había sido inventado por un sapo: el rococó, que llega a pesar hasta dos kilos, calla cuando sospecha depredadores cerca, pero cuando se siente solo emite un sonido rítmico y sostenido. Decía: “Yo soy rococó, porque el rococó es anarquista y canta”. Tenía un pensamiento político claro, decía que el artista “no debe contribuir a la consolidación de las ­desigualdades. Debe hacer el esfuerzo heroico de salir de la miseria espiritual en la que el hombre y la humanidad han seguido ­insistiendo, construyendo privilegios a través de ella”.

El Cuchi Leguizamón vivió en nuestra ciudad durante diez años, desde mediados de la década del 30. Extrañaba mucho su Salta, se sentía morir en nuestras calles, entre ­gentes que nunca alzan la vista al cielo. Hasta que se acercaba a un piano o le pasaban a una guitarra y, entre zambas y empanadas, volvía a aquel paisaje natal que le crecía en la nostalgia.

Tenía buenos recuerdos de la ciudad de La Plata, le gustaba caminar por el Bosque buscando el canto de los pájaros, tratando de identificar a alguno que se pareciera a los chalchaleros de su Salta natal. Era un gran silbador, decía que era su manera de dialogar con las aves, y que siempre conseguía que le respondieran.

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