CULTURA

Eduarda Mansilla, una mujer que rompió el molde

Sobrina de Rosas, hija de un héroe de la independencia, hermana de un escritor y militar, desafió todos los férreos mandatos de la época y también se dedicó a la literatura.

Venía de una familia intimidante: todos los hombres tenían medallas colgando del pecho y un muy encumbrado prestigio social. Su padre, Lucio Norberto Mansilla, había batallado contra los portugueses bajo las órdenes de José Gervasio Artigas, participó en la formación del Ejército de los Andes y enfrentó a la flota anglofrancesa en la batalla de la Vuelta de Obligado. Su hermano, Lucio V. Mansilla, fue un general de división del Ejército argentino, que tuvo la excentricidad de escribir una de las mayores obras literarias argentinas del siglo XIX: Una excursión a los indios ranqueles. En el seno de esa familia nació Eduarda Mansilla, en 1934. En un caso similar al suyo, la mayoría de las mujeres de su época se hubiera resignado a mantenerse a la sombra de los próceres familiares. Eduarda, por el contrario, se desafió a sí misma a no ser menos, y contrariando los preceptos de su tiempo, decidió dedicar su vida a la literatura.

Domingo Faustino Sarmiento dijo de ella: “Eduarda ha pugnado diez años por abrirse las puertas cerradas a la mujer, para entrar como cualquier cronista o reporter en el cielo reservado a los escogidos machos”. En 1860, su marido, Manuel Rafael García, fue comisionado a los Estados Unidos para estudiar el sistema federal de justicia de esa nación. Allí, Eduarda Mansilla conoció a un hombre alto, seco, estrecho de hombros, con tez cetrina y cabellos muy largos y renegridos. Era Abraham Lincoln quien la trataba como una “escritora extranjera distinguida”. Eduarda Mansilla tenía por entonces 26 años. En ese año publicó la novela Lucía Miranda –que se publicó como folletín en el diario El Tribuno, con el seudónimo de “Daniel”–, que trata sobre la historia de una cautiva en los años iniciales de la conquista y donde propone que la mejor actitud ante los indios era propiciar el mestizaje (cabe aclarar que ese planteo fue hecho un par de décadas antes de que Julio Argentino Roca lanzara su campaña de exterminio al aborigen). Luego publicaría El médico de San Luis, donde denuncia la opresión de los gauchos, Cuentos, un libro de narraciones infantiles, Recuerdos de viaje y La marquesa de Altamira, entre otras obras. En el testamento que dejó pedía que sus libros no volvieran a publicarse. Se habla de un baúl con novelas inéditas que se perdió después de su muerte.

En 1845 su tío, Juan Manuel de Rosas, le pidió que fuera su traductora en el encuentro que mantuvo con el diplomático francés el conde Alejandro Walewski, primo de Luis Napoleón Bonaparte. Eduarda tenía por entonces 11 años y ya hablaba con facilidad cuatro idiomas. La investigadora Claudia Torre explica por qué la historiografía oficial silenció este hecho: “¿Era posible pensar que en el siglo XIX los complejos asuntos de Estado, los laberintos del devenir diplomático estuvieran sostenidos por una niña?”. Ya de niña tenía una personalidad muy fuerte. Algunos decían que le venía de su abuela, una estanciera pionera de la ganadería argentina, famosa por su voluntad de hierro. Cuando el gobierno de Lavalle mandó confiscar caballos y mulas para su ejército, Agustina, con tal de no entregar sus animales, los degolló, porque iban a ser utilizados para enfrentar a su hijo: don Juan Manuel de Rosas. Ese fue el modelo femenino que marcó a Eduarda.

Fue madre de seis hijos, tocaba el piano en las veladas elegantes, se preocupaba por mantenerse linda y tenía una conversación discreta y divertida. Pero hasta ahí llegaban sus concesiones sociales y no temía salir al ruedo para disputarles a los hombres cara a cara su lugar en la literatura. En 1869, viviendo en París, publicó Pablo, ou la vie dans les Pampas, una novela escrita en francés que le valió elogios del mismísimo Victor Hugo y que fuera traducida también al inglés y al alemán.

Murió en Buenos Aires, en 1892, tenía 57 años. Fue enterrada en el cementerio de la Recoleta. Buena parte de su biografía se la debemos a uno de sus hijos, Daniel García-Mansilla, quien habla de ella en su libro de memorias Visto, oído y recordado: apuntes de un diplomático argentino.

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